Friday, October 21, 2005

12 Relatos Escuinapenses

12 Relatos Escuinapenses

Dámaso Murúa






12 relatos
Escuinapenses




GRAFOLIA
Narrativa
Caminos de Sal



Primera edición en Publicaciones Mexicanas, S.C.L: 1964


Diseño de la colección:
Jorge Alejandro Partida
Ilustración: Unknow


© Dámaso Murúa,
©GRAFOLIA, S, A., 2005-09-19
Arco Valeriano No. 395, Arcos de Zapopan
Zapopan, Jalisco, México.
ZONA METROPOLITANA DE GUADALAJARA
Tel. 3656*1040




Impreso y hecho en México
Printed and made in Mexico



Esta edición tiene fines culturales y de investigación, no comerciales.





INDICE
Prólogo(Por los Caminos de Sal)………………………………………………8
Advertencia……………………………………………………………………14
Aquí despacha Takichi…………………………………………………………17
Saludo local……………………………………………………………………19
El Comecuandohay……………………………………………………………20
Mi inolvidable Chato Tracateras………………………………………………22
La Vida es un Pozo…………………………………………………………....24
La Verdad no paga pero sí pega………………………………………………27
El Güilo Mentiras……………………………………………………………32
El Robo del Siglo…………………………………………………………….37
El Estatuero y el Pistolero…………………………………………………....44
Soterillo fue al Cine…………………………………………………………..47
Un Kilo de Oro……………………………………………………………...55
Surrapas Wright………………………………………………………………64
Andrés Hidalgo………………………………………………………………..69







PRÓLOGO





Por los Caminos de Sal

¡Puro pata salada! Se oye el alegre y arrogante grito acompañado de la Tambora en las poblaciones costeras del Sur de Sinaloa, donde la alegría del vivir costeño (un valor rozagante, relajado y carnavalesco) se ha ido perdiendo poco a poco. Porque para ser Sinaloense hay que estar enamorado de la vida tanto como de las mujeres que en ésta a uno se le presenten. Ser sinaloense es una entre tantas maneras de interpretar el alma humana, entiéndase con esto que ser sinaloense no es sinónimo de ser atrabancado sino antes bien, animoso para llevar a cabo las tareas de la vida. Y una forma de ser sinaloense, es el hombre escuinapense, mestizo, ingenioso, serrano y costero, que pesca en los esteros y barre las salinas para su subsistencia y a mi parecer el más alegre, relajado y más jovial de todos entre los hombres del Noroeste.
Un vivo y bravo ejemplo resalta en Dámaso Murúa Beltrán, que nació en Escuinapa de Hidalgo, Sinaloa, La Perla camaronera, o bien digamos en el Sur del Noroeste de la República Mexicana en la plena canícula un 13 de agosto de 1933, cuando apenas ya este pequeño ombligo del mundo, oculto bajo las “pellas costales” del hombre echado o la mujer recostada sobre un diván que simula aparentar desde las alturas cartográficas nuestro territorio nacional, empieza a despuntar y a conectarse con el resto del país gracias a los caminos abiertos por la explotación masiva de la producción pesquera y salinera.
Es necesario entender, por lo tanto, que don Dámaso nació y creció en un pueblo en vías de desarrollo, en el Meltdown del Sur del Norte donde una amplia gama de nacionalidades como la griega, japonesa, china, norteamericana, alemana, entre otras fusionáronse con la española mezclada con los pueblos protoaztecas para dar como resultado un tipo de ser humano tan abierto como el horizonte que aún muriendo le sonríe allende el mar o barbado por la negra y sinuosa serranía. Este es el hombre que desde su origen hasta los tiempos allegados al autor se pretende resaltar en los 12 Relatos Escuinapenses.
Aunque la obra de Dámaso Murúa es amplísima y reseñarla no es el objetivo de esta introducción, basta con mencionarla para hacer caer en la cuenta de que no se trata de uno más de esos autores desconocidos, sino que su obra trasciende incluso ya hasta la Patagonia, a través del Caribe posándose con vuelo de kelele sobre Berlín y Varsovia. Como podemos ver, el sinaloense no permite ninguneos, basta pararse en cualquier punto cardinal para dar muestras de su sencillo pero tan vasto ingenio natural.
A través del “humor pícaro del pescador que le fue bien en la tarrayada” Dámaso alimenta el diálogo y alegra el ambiente suscitando la risotada haciéndole una respetuosa carrilla a los personajes que aparecen en sus relatos, que según cuenta él, andurriaron por las calles aún de tierra de este pueblo.
Cabe entender que la Escuinapa mencionada en los relatos es la Escuinapa idílica, de terregosos caminos, llena de cantinas botaneras que a pesar de las crisis colectivas en el pueblo se llenan, la Escuinapa capital de la locura donde si Erasmo de Rótterdam hubiera estado, encontraría no mejor ejemplo de libertad e inteligencia.
El lenguaje de Dámaso Murúa resulta ser carnavalesco, viene de una tradición cómica popular de concebir la existencia y otra típicamente burguesa de donde se burla de lo preestablecido para realizar una burla mediante una risa que sí ríe, pues no se trata de una sátira, sino de plasmar la vida de ciertos personajes que brillan por razones hilarantemente extraordinarias y típicas de un humor suprarrealista o realismagista. Por definición el carnaval no acepta escenario para verse representado ni permite puntos privilegiados de observación. El sinsentido adquiere sentido, todo está al revés. Nuestro escenario está fragmentado, es el pueblo de Escuinapa visto a través del tiempo y generaciones que a fin de cuentas confluyen todas entre sí. Este comportamiento no dista mucho aún de la Escuinapa moderna. (Ni yo me la creí, pero ese es nuestro humor, ¿se entiende?)
¿Cómo definir la Literatura Escuinapense? Sueños de pescador por los caminos de sal dónde hasta al Diablo se le agarra de barquito, y es que en realidad nadie se libra de la eterna sonrisa carrilluda, pues a todos nos toca, entre dientes, la Calaca. Esta literatura es pues una celebración a la vida, y como el carnaval medieval, se ríe de lo serio, de lo institucional, de lo oficial y de todo de tipo de pretensión de certeza o perennidad. Aquí caga el cura, caga el Papa y hasta la muchacha más guapa se echa sus diez kilos de caca. Como verán, no importa que kilo se escriba con “k” o con “q”, el escuinapense al fin y al cabo las emparenta, o si no me creen, revisen un diccionario médico o de ciencias biológicas y se sorprenderán por la existencia de la palabra “quilo” que esta desgraciada máquina corrígeme a fuerzas con “k” por no decir otra frase.
El escuinapense siempre está renovándose, siempre está renaciendo como una perla en su vientre de nácar. Y todo escuinapense tiene una utopía, y es Escuinapa, pues no reconoce otro lugar dónde tanto se dé la libertad, la igualdad y la abundancia. Allá eso sí que nadie se muere de hambre y el que no trabaja al menos sabe ser palero o diríamos en habla centralizada, gorrón o goyetero. El escuinapense es buen sayo o buen acople, pongámoslo así. Escuinapa es una sociedad encerrada en su infinito. Lo único diferente es que la risa no es una o dos veces al año, sino toda la vida. Cada hombre allá es un espectáculo, y quien no lo vea o no sea así, no es de Escuinapa y le hace falta ir para que lo compruebe por sí mismo. En Escuinapa, si ejemplificamos desde los primeros doce relatos, la muerte y el suplicio resultan ser inofensivos.
El único texto que rompe con todo y equilibra en parte la risa desbordada con la reflexión seria, es el cuento de Andrés Hidalgo, que nos sitúa en un pueblo aún sin nombre pero ya en vías de despertar en esa diligente laxitud que representa el pueblo escuinapense. La sangre y la violencia están presentes. Así era antes la vida, apenas se estaba dando el proceso del mestizaje, que poco a poco y de forma desapercibida fue embarneciendo las venas forjadas de los dorados pescadores, que sobreviven aún (algunos) con las mismas técnicas que los antiguos pobladores practicaban para extraer esos ricos recursos marinos. Sierra, estero, arena, sal y mar y un cielo tonante y cicatero con la lluvia es la visión del escuinapense, quizá de ahí se deba su abundante sonrisa a puerta abierta con el fuereño, valores que claro, están cambiando al crecer de más esta aún idílica ciudad.
Para esta edición me dispuse a cambiar el orden de dos textos, La vida es un Pozo y el monólogo La Verdad no Paga pero sí Pega, los coloqué uno al lado del otro por su aparente relación de rabo a cabo. La historia de La Capoma tiene mucha relación con El Chuycúas. Porque la vida es un reptíleo pozo que muerde, esa es la única verdad que se nos pega.
Aunque El Güilo Mentiras es el personaje principal de este creador, pues a pesar de que él nos quiera engañar haciéndonola creer como un ser que realmente existió, en realidad Dámaso en ese aspecto se burla de nosotros con una sonrisa prístina y cabal. Pero es que así se es de exagerado en Escuinapa, y no es que se tergiversen las historias, sino que se enriquecen con la propia sal común de la región.
El discurso que resalta en los doce relatos y en el cuento “Andrés Hidalgo”, aún así, es el discurso del fracaso. La pobreza acompaña a todos estos personajes. Pero la saben sobrellevar, o es más, incluso parece que ni se acuerdan de ella, viven la vida como aprendieron a recibirla, con alegría. No encontraremos un texto melancólico. Ni siquiera el cuento de Andrés Hidalgo, que promueve el mestizaje como método único e infalible para purificar de sus pecados al hombre, no de sus errores, pues de ellos aprende y es necesario que los tenga presentes para que no vuelva a reincidir: “Era hijo de un blanco y una india cora. India de sinuoso cuerpo y cara triste como la Sierra Madre, que se llevó Garay el padre de don Rafáil a una ceiba y ahí le prendió, como quién prende un alfiler entre la ropa, Andrés. El muchacho heredó la piel de su madre y el alma dejó de ser barbajana y atropellante. En la cópula se habían purificado muchos siglos. Muchos.” Y más adelante: “El aguacero se dejó caer. Bañó los lomos de Andrés hasta hartarse. Y el agua y el llanto de aquel indio ya civilizado, tomaron el mismo arroyo; corriente de dos aguas fundidas en una sola.”
Andrés Hidalgo no debería de anexarse a los 12 Relatos Escuinapenses, pero es una pieza clave, cierra el principio y lo reabre. La voz de Dámaso, que el alega no utiliza verborrea ni artilugios propios de los literatos, resulta supremamente poética en hermoso texto. Si el trato de darle un sentido patriótico a la historia, no es ese el resultado, sino que anuncia que su voz es simplemente occidental y progresista. Pero se da un frentazo al oponer a los dos hermanos, que mueren, uno por el otro y el asesino, Andrés, por matar a un gachupín. Fracasa este primer intento. La crueldad se revierte. Pero el verdadero logro, es que Andrés adquiere un NOMBRE, y lo digo con mayúsculas: ANDRÉS HIDALGO. En tanto que el español, es referido como los indios lo llamaban, don Rafáil, una deformación del castellano, una evolución más de la lengua, o como también el narrador acostumbraba a llamarlo: el Zarco. El mestizo gana un nombre, se queda en la historia, el hombre puro, peninsular, hombre viejo, se desvanece como bestia en el olvido.
En esta edición se señalan en negrita algunas palabras típica de la región, no todas están con su definición, para no sembrar la pereza del lector y reflexione sobre el significado de la palabra de acuerdo a su contexto. También aparecen en negrita las típicas deformaciones de la lengua que imitan el habla de Escuinapa, un habla muy peculiar inigualable en todo el mundo aunque sí comparable. Queda en ti lector la tarea de comprender al hombre del Noroeste, de atreverte a andurrear por estos caminos de sal.
Jorge Alejandro Partida


ADVERTENCIA
Este es un conjunto de relatos que no alcanzan la dimensión de cuentos. Sería deshonesto calificarlos como algo más de lo que efectivamente son. Los más vivos recuerdos de mi niñez, cuando era un terrible andarín de las calles de Escuinapa, en el estado de Sinaloa, aquí están plasmados,
Provincianamente creo todavía, a una distancia de más de quince años, que aquellos personajes que me causaron admiración de niño, son dignos de todo mi respeto y de todo mi afecto. De ellos, simplones, ingenuos y honestos, enfermos otros, he aprendido admirables cosas a lo largo de mi vida.
Soy más exagerado: nunca dejaré de aprender de estas gentes populares, pobres económicamente hablando, pero enormemente ricas en imaginación y humorismo y en su forma de ser, siempre aprenderé, repito, su manera de enfrentarse a la vida y hacer de ella una motivación de alegría y no de tristeza.
Mis raíces étnicas escuinapenses si no integran un todo, me han colocado un distintivo en la solapa que no puedo olvidar, ni deseo olvidar nunca.
Y he sido hasta blasfemo por este pueblo en el clímax de la exageración y el regionalismo.
1. Si Aristóteles hubiera nacido en Escuinapa, se habría puesto patitieso al conocer la teoría de La Capoma, de que “la vida es un pozo”.
2. El Fabulista griego, Esopo, se las habría visto difíciles, pero muy difíciles, con nuestro Güilo Mentiras, el pescador fabulista, que no sabe leer ni escribir, pero que tiene más imaginación que ese cuentero griego y todos sus admiradores.
3. Omar Khayan, el poeta persa, habría vivido felicísimo de la vida en Escuinapa, porque ahí se bebe, ¡aya que se bebe!, sobre todo, cerveza y mezcal, acompañados de frescos camarones cocidos. Nuestro llorado Chancarro y demás bebedores de espléndida garganta, habrían hecho coro a Omar en sus borracheras inmortales. Y quizá el Rubaiyat hubiera sido mejor escrito de lo que está...
Lamento mucho que aquí no se encuentren figuras y metáforas modernas, para que el lector las disfrutara y las imaginara a su libre intelecto. Creo que nunca podré escribir así. No tengo armas para una empresa de esa dimensión. El simbolismo, tampoco sé usarlo. La Real Academia de a Lengua Española, también podrá iniciar ya, juicio en mi contra. Estos relatos son llanos y sin complicaciones. Están libres de vericuetos y de argucias literarias. Voy al grano, en todos ellos. Y casi no dibujo rostros, porque creo que en el hombre son más importantes sus actos.
Todos los personajes, cuyas cazurrerías aquí se cuentan, hacen de la acción y de la palabra, en su justa dimensión y valer, la motivación de su vida y jamás se andan por las ramas.
Me es sumamente difícil y deshonesto, aceptar un estilo literario, alejado de la verdad y de la impura forma que les ha dado la vida misma, para mejor presentar al Chueco Maravillas, al Chuycuás, a Soterillo, al Cascahuín y a La Capoma. Apegados a u estilo de escribir, sería dotarlos de una camisa de fuerza.
Esto, pues, lector no es literatura a la alta escuela. Son relatos de pueblo. De un pueblo que tiene una cooperativa de pescadores de camarón que fue escuela de democracia y ahora es universidad de corrupción, por causas de esta civilización avasalladora que todo lo transforma y lo cambia.
Confieso, también que este es un pequeño puñado de relatos. Porque en el morral, todavía, quedan un infinito montón de ellos. Algunos, en mi opinión, mejores que los que aquí presento. Pero se necesita una mejor pluma, una mayor sensibilidad, para proyectarlos en toda su amplia concepción imaginativa y creadora.
Ojalá esta sea la iniciación de un interés más serio de escritores, por estos hombres sencillos y a la vez complicados que conocí en Escuinapa. Y que siempre, ahora y mañana, procuro no dejar de conocerlos cada vez mejor.
Y hago hincapié en que se preocupen escritores serios y capaces por estos populares individuos, porque todo nuestro país está lleno de tales personajes pintorescos y especialísimos. Con ello, creo que se coadyuva al mejor conocimiento del mexicano y en el caso presente, de los sinaloenses y del hombre del noroeste de México, ¡Ah, y de lo que son los pueblos subdesarrollados...!
Ojalá, lector, estos relatos te hagan esbozar una sonrisa de afecto, desde la primera hoja hasta la última.
Es lo único que he pretendido al redactarlos.
EL AUTOR

























Aquí despacha Takichi
Takichi viene cada semana a dar consulta los viernes. Arregla dientes con superior habilidad. Los que sufren de las muelas, lo respetan y saben que maneja bien la odontología. Viene de un pueblo distante veinte kilómetros, que lo llaman desde hace trescientos años, El Rosario.
Pero después de muchos años, y de la noche a la mañana se apareció por el pueblo Cosme Torales. Y demostró luego que maneja las muelas sabiendo lo que hace. Es bueno para las postemillas, que las mujeres revientan con granos de sal de cuajo y hierbabuena. Ahora lo respetan como a Takichi. Y cobra igual de barato.
Pero Takichi no se ha sentido bien con esta invasión. Odia a Torales, y Cosme corresponde a Takichi.
Los del Son Caligüey ya saben lo que pasa. Unos se inclinan por Takichi. Otros por Torales.
Torales, hábilmente, hizo solicitud de ingreso al Son Caligüey. Sabe tocar la clave y el güiro. Y la quijada de vaca...
Se ha emborrachado ya con el Pulpas, el tarolero del son. Y su fama ha corrido de boca en boca. Es hábil conversador, alburero y tarabilla como pocos. Ha sido aceptado, tácitamente, con honores.
Takichi, pues anda perdiendo terreno.
El Chato Cegueras, ha urdido algo que le trina las tripas. Lo consulta con muchos. Todos lo aprueban socarronamente.
Takichi se ha mandado hacer un letrero con letras rojas: “Dr. TAKICHI. Dentista fino. Precios bajos. El mejor del Sur de Sinaloa. Atiendo los viernes y los sábados”.
Torales ha contestado con un letrero azul: “Dr. Cosme Torales. Finísimo Dientero. (Odontólogo). Mejoro precios. Atiendo toda la semana, de día y de noche”.
El Chato Cegueras se levantó a las tres de la mañana, sabiéndolo todos los del Son Caligüey.
Hizo dos viajes al consultorio de Takichi. Uno al de Torales.
Amaneciendo era viernes. Y Takichi se puso verde al llegar a la puerta de su consultorio. Ahí estaba el letrero azul de Torales.
Cosme se despertó y se aventó un menudo con pata, y tejuino al canto. No se dio cuenta si no hasta a las diez de que en su consultorio despachaba Takichi. También le habían cambiado el letrero. Ahora tenía uno colorado.
La locura fue cuando se encontraron a medio camino, sincronizados, para devolverse los letreros.
No se dijeron malas palabras. Pero se vieron tan feo, que como si se las hubieran dicho...
Se organizó gran mezcalada en honor del Chato Cegueras. Lo declararon presidente del Son Caligüey y lo dejaron cumplir su sueño de muchos años: tocar el tololoche, acompañado de Chente Aguirre y su flauta.









Saludo local
Allí están encontrándose después de mucho tiempo.
Viven distantes, ambos. Y sin embargo, son conocidísimos en el lugar. Se han saludado de lejos, pero ahora están a distancia de abrazo, se miran, se reconocen, y hay un rictus irónico en sus dos rostros.
—“ ¿Quihubo Sazón, cómo estás? ¿Cómo estando tan sazón no te has madurado todavía, hijo de...?”
—“Desgraciado Tuerto maldito, y tú que te llamas El Tuerto Grave cómo estando tan grave no te has muerto todavía?”
Y se dan un fuerte apretón de manos.
Así se saludan Alfonso Pérez alias El Sazón y El Tuerto Ildefonso Grave, escuinapenses de origen, bien hablados e ingeniosos habitantes de este lugar.











El Comecuandohay
Era un perro color ceniza, sin orejas reales, de cola modesta y poca prestancia. El Mari, su dueño, lo llamaba el Comecuandohay. Y le fue fiel hasta la tumba. Lo acompañaba en todas sus semanas y meses de farras por todas las cantinas y por todo el pueblo.
Nunca vi después en aquél lugar mejor comprensión entre un ser humano y un perro. Ni mayor relación noble. Obvio es decir, que ni entre los mismos seres humanos vi algo parecido.
Don Ismáil, el español de la mejor tienda, tuvo tres perros bonitos: El Rocambole, El Lozada y El Aramís. Pero este Comecuandohay era mejor. No tan bonito como los tres perros de don Ismaíl, que tenían tales nombres, pues El Rocambole heredó el mote de aquel famoso ladrón, personaje central de novela, y El Lozada obtuvo el bautizo del Tigre de Alica, que merodeó en Nayarit. Era de ojos dulces, y no mordía. Cuando mordía lo hacía suavemente, sin herir ni sacar sangre. Era un juguetón consumado y Don Juan empedernido de todas las perras del lugar. Si el hambre apretaba el cinturón a su dueño, se le podían contar las costillas al Comecuandohay en solidario ayuno. Nunca robó comida a nadie, probando así su honestidad. Como honestos eran todos los actos de El Mari. Pescador pujante, rubio, de ojos azules y poderosos bíceps. Se tiró a la borrachera y nunca supimos por qué. Le decía “cuñado” a Don Miguel porque aunque no se casó con su media hermana, ahí estuvo lista... lo que pasó es que él se rajó.
Por eso, de por vida lo cuñadeó y le gorreó algunas cervezas heladas; pero ese golleteo era más digno que un préstamo... Así era el Mari. Así fue siempre.
Y cómo lloró aquél día que le dio a la policía por enyerbar a la perrada. El Comecuandohay no se escapó. Le tiraron un trozote de carne bien llena de cianuro y nomás estiró las patas al ratito.
El Mari duró una semana borracho en su honor. Ningún holocausto cervecero ha sido más pródigo y más sentido.
Y un mes después, todavía yo lo vi triste. Muy triste.
En mi subconsciente la tristeza ha grabado esos ojos aguados de El Mari, llorando por el Comecuandohay.
Me olvidaré de los dos cuando me entierren y no tenga el sentimiento a flor de pupila.


















Mi inolvidable Chato Tracateras
Lo conocí bajo un sol quemante. Había estado horas, muchas, en la cantina de don Miguel, libando néctar de mezcal y tequila. Era de garganta pesada, aguantaba cualquier licor con efectos de lija sobre la garganta. Los días de abstinencia en el tapo, allá en las pesquerías, lo traían sediento a las cantinas.
Estuvo haciéndole competencia el Güilo González en eso de beberse los fajos de tequila sin respirar y sin pedir sal. Pero no le aguantó mucho el El Güilo González. Al sexto tequilazo, le pidió al Caimán el cantinero, un trozo de limón...
Mi Chato Tracateras sigió adelante. Iba con trote lento, pero seguro. El sabor salado de los chiros devorados en la pesquería, le habían provocado resequedad en la garganta. Venía a lo suyo, y lo estaba haciendo con marcaje alto y volumen considerable.
Llegó el momento que él había convertido en propio de su persona: desabrochó la camisa de mezclilla poquito a poco, cogió de los botones y los ojales con fuerza y tiro hacia delante, fuerte, muy fuerte, hasta que tronó en la espalda, abriéndose la camisa, desde el cuello hasta su término. Procedió a hacerla una pelota y la tiró a la calle. Se quedó con el torso desnudo. Podía continuar ya, la farra.
Bebió mucho, muchísimo, tanto que la aritmética se me hizo bolas. Y eso que yo ya andaba por el tercer año y Manuel Salas me enseñaba a sumar atizándome con la vara de otate.
Salió y caminó por el medio de la calle, durante tres cuadras largas, que largas se me hicieron por el caliente sol que me dejó ardiendo los cabellos.
Y las tres cuadras —se me perdió en la cantina de Toribio— anduvo hablando en verso. En perfecto verso. Hablaba de acontecimientos locales, de la vida privada de muchos, decía malas palabras al presidente municipal y a todos los cuicos. Todo en verso, y eso que no sabía leer...
No lo seguí otra vez. Pero su recuerdo se me quedó para toda la vida. Sé que se murió en las marismas, durmiendo la mona.
¿Cómo era?
Tenía uno de los rostros más agradables que jamás conocí. Ojos claros y boca no grande. Pelo cano, nariz recta. Y unos puños callosos y grandes. Muy grandes. Dicen que de vez en cuando peleaba y peleando hablaba también en verso.
Así fue mi Chato Tracateras.
















La vida es un pozo
Me dicen La Capoma. Muchos dicen, aquí en este pueblo, que me falla la cachucha. Y que tiro aceite. Yo no les hago caso. Más locos están ellos. Se ríen porque me pongo zapatos tenis de color rayado y voy brincando por las calles cantando. Ni modo que le dé gusto a todo el mundo. Por lo demás, si brinco y brinco, a nadie le cuesta mi esfuerzo y mi cansancio. Ganas de fregar de esta gente. Cuando me acompaño de la Kinkong nos echan cuchufletas a las dos. Siempre vamos juntas a los mangos. La otra vez nos robamos unos yoyomos muy bonitos, colorados, en el mangal de Ediburga. Y al mangal de Mateo pensamos echarle una visitada para robarle ciruelas. Nomás amarillea el ciruelar. Ya están maduras y andan cociendo mucho, para que no se echen a perder. Nos echan los perros. Pero por más que nos lo turtujean siempre brincamos el cerco antes que ellos y no nos muerden. Le oí a mis sobrinos que el mango de Luis estaba lleno de mangos. Pero que tenía nuevos perros para ahuyentar a la gente robadora. Sobre todo a los muchachos, cuando salen de la escuela a las cinco de la tarde. Pero un día de éstos, la Kingkong y yo le vamos a dar una trasquilada al mango de Luis. Para que se enoje y haga más jabón chancaca. Que siga trabajando en su jabonería y no se meta de cuidador de su mango. He dicho.

—¿Chupas, José María?
—Si no los tráis di´hoja ni de los Gallardos, sí, Chapil.
—Puros buenos: meros Excelsior.
—Así sí, mi cuáis. ¿Qué andas haciendo aquí por el cuamil? Arrímate a las cenizas. No te sientes ahí cerca del pozo ese porque salen tuzas y te pueden hacer cosquillas.
—Pajareando, pajareando. No me queda hacer otra cosa. Porque allá por el mangal todo anda bien. De vez en cuando nos roban los muchachos ahora que no están en la escuela y andan de vacaciones. Yo les echo los perros y aunque no los agarran ni los llegan a morder, de todas maneras se asustan y tardan en volver. El otro día me cayeron La Capoma y la Kingkong. ¡Qué par de viejas tan locas; sobre todo esa Capoma!
—¿Y no le hiciste nada?...
—De eso que piensas, no. La Capoma tiene una nube en el ojo y en lugar de hacerle pensar a uno cosas malas, lo pone a uno a pensar con lo que dice.
—¿Y qué dice? ¿A poco tiene sesera de la buena?
—Pues no tiene pabilo en el coco. Me dejó pensando mucho la otra vez, ese día que te digo que se metió al mangal. Yo hasta amarré los perros; porque la Kingkong estará fea, pero aguanta una revolcada... Llenaron medio saco de mangos y se pusieron a platicar conmigo. La Capoma me preguntó que si yo sabía qué era la vida. Y yo le dije que no.
—Ah jijo...
—Sí, no creas que es turulata.
—¿Y ella sí supo qué es la vida?
—Nomás te voy a echar la talla pa´que te quedes con la boca abierta como yo. Me dijo: “Chapil, la vida es un pozo; puro pozo, pozote entero. Mira te lo voy a explicar: ¿Por dónde comemos? Por la boca, ¿no? Y es un pozo. ¿Por dónde respiramos? Por dos pozos, los de la nariz. ¿Por dónde vemos? Por dos ojos que se vuelven pozos cuando uno se muere. ¿Por dónde oímos? Por dos pozos, los dos pozos de los oídos. ¿Por dónde vamos al excusado? Por donde ya sabes... ¿Por dónde hacen juego el hombre y la mujer? Por otro pozo... ¿Por dónde miamos? Ya sabes también. ¿Por dónde nacemos? Ni modo que no lo sepas... Y, ¿cuándo nos morimos, adónde vamos, Chapil, adónde...
... al pozo, le dije yo.”
—Qué Capoma tan Tágara...
Esta vida maldita, oyendo pleitos al otro lado de mi casa, no termina más que con el pozo. Yo creo que cuando uno se muere se ha de carcomer mucho hasta no quedar nada. Y para lo que sirven las cajas del Panchón Gómez. Luego se pudren debajo de la tierra del panteón, y las iguanas se le meten a los muertos. Lo bueno es que cuando yo me muera, las iguanas no se van a comer lo que no tengo en todos los pozos que tengo...


















La verdad no paga pero sí pega (Monólogo)
“Hace rato que me está mordiendo los dedos gordos de los pies una iguana. Qué fea está. Y yo no sé cómo le gusta tragarse los cueros duros de mis dedos, si están tan duros, curtidos por la sal de la marisma. Qué lástima que no pueda moverme ni un pedacito, para darle unos manazos y me deje en paz. Siento hasta cosquillas y su lengua parece charrasca, me muerde por todos lados y no se cansa y no se cansa nunca. Anoche me anduvo por las rodillas y la cola me llegaba al ombligo. Lástima que estoy aquí. Esto de estar muerto, ahora me doy cuenta, tiene sus desventajas. Ni me puedo reír, ni llorar, ni comer, ni orinar, mucho menos zurrar. Y es que la maldita caja que me hizo mi compadre El Ñengo no sirvió para nada. Lueguito pudieron boquetearla las iguanas. Creo que fue hecha con la madera del guanacastle de don Nico. ¡Qué bueno que se lo tumbaron ya! Ahora nomás le quedan los güinoles, porque los giotes se los llevó el arroyo creció. Desgraciados que fueron mis hijos, ni calendario me pusieron en esta maldita caja. Ya no sé los días que paso aquí muerto, enterrado todito. No puedo hacer nada. Ni volver a echarme los fajos de mezcal que me vendía Pachequín, mi buen cuate. Extraño mucho las botanotas que nos servían cuando pedíamos las tecates frillonas y sudadas. Nada de eso se puede tomar aquí. Y además, ¡por dónde me servirían aquí dentro las cervezas? Mejor ni pensarlo, porque de acordarme me pongo a babear. ¡Qué buena vida era la mía! Aunque otros dijeran que yo era un desgraciado, maldito, calumniador. Mi papa me dijo que debía siempre decir la verdad, costara lo que costara. Y a mí me daba por decir la verdad siempre, al principio. Después, sólo cuando andaba briago. Pero la culpa no la tengo yo, ni mi papa, ni nadie, sino las cervezas tecates y las botellotas, de mezcal del Huajote. Bonito lugar el Huajote, muy bonito y qué buen mezcal hacen allí. Yo, ya bien briago, me volvía muy valiente y hocicón. Y decía muchas verdades, muchísimas. Ya la gente no le gustaba nadita. Y no sabían apreciar lo que les decía. Como aquella vez que grité en la esquina de la casa de Chindo Juárez: “Aquí vive Chindo Juárez, que es de Villanueva. Su abuela que de Ramón Partida. ¡Puras mentiras! Es hijo de Panchón El Chuchagüera...” Y salió Chindo enojadísimo. Y me cimbró todas las ramas de la higuera de mi familia. Y me dio de guantazos por toda la cara y como me tumbó, todavía me arrió tres patadotas con sus bototas mineras. Yo no sé por qué se enojaba, si él sabía que era cierto, que sí es cierto que su papa es Panchón El Chuchagüera. Si no que se lo diga su mama, cara a cara... Pinchi iguana, me sigue mordiendo y siento cosquillas en los talones, ya se ha de haber acabado los callos que tenía por allí. No les dan de tragar hace mucho. Porque el último muerto que trajeron al panteón ya tarda tanto que lleva dieciocho visitas de cortesía la iguana prieta, comiéndose lo poco que me queda. Dos días antes de que llegara yo por aquí, don Alfonso Morales se murió de una cruda que le duró cuarenta días. Hace tres siestas largas que me habló desde el otro extremo del panteón, para preguntarme cómo me encontraba. Me dijo que el doctor Topete le había dicho que viviría cinco años más, siempre y cuando no tomara más vino. “Y sin tomar vino no es vivir, Chuycuás, tú lo sabes”, me dijo. Y es cierto. Ciertísimo. Si don Alfonso bebía como loco por más de quince días seguiditos y sacaba la orquesta para que le tocaran la Lira de Oro, con puros violines. Y Chente Aguirre de vez en cuando, con pura flauta, le tocaba partes del Poeta y Campesino... ¡Qué buen viejo era cuando agarraba sus briagas este don Alfonso! Ayer todavía me platicaba a grito ronco que andaba peleando en su tumba con dos iguanotas prietas, de casi un metro de grandes. ¡Y yo que me quejo de esta iguanita de dos cuartas que me anda jodiendo los talones!... También don Alfonso me decía que había dejado un enredo a todo meter con eso de su herencia, porque a últimas fechas, lo tentó el diablo por todos lados y por causa de puras tentadas dejó embarazada a la Amelia. Y al Notario le dijo que lo que traía adentro la Amelia era suyo, y que tenía parte en la herencia. Sin duda se va a armar un relajo con sus hijos y la viuda, que puede que nos traiga un muerto dentro de poco... Ya llevo mucho tiempo pensando aquí adentro que de nada me sirvió lo que me enseñaron cuando estaba vivo. El día que no mentía me llevaba la fregada. Todo el mundo me lo tomaba a mal y no me agradecían nada. Así fue cómo me convertí en un embustero de marca, en mis cinco sentidos. Cuando perdía el sentido del olfato y ya no olía lo que me bebía, entonces me daba por decir verdades. Y era cuando todos me insultaban y me apaleaban. Y lo juro por la Virgen de Huajicori, que nunca dije mentiras andando borracho. Una vez que bien burro pasaba por la casa de Las Olorosas, par de viejas solteronas que son el terror de las casadas y se ofrecen al que pasa, les grité: “Aquí viven Las Olorosas, viejas vividoras y ofrecidas...” Me pusieron una piedriza de los mil demonios, quedando chaqueado de la nuca. Tardé como seis meses para volver a pasar por la calle de su casa. Después se hizo un escandalazo cuando fui al entierro de Cayetano El Tubero. Tocaba la Tuba de la banda municipal antes de morirse. Ahora lo tengo de vecino en el pozo de la izquierda. Le hicieron una caja de muerto que da lástima... ¡Pobre Cayetano! Mantenía a sus dos hermanas y a su hermano Chucho el Tonto. Bien hizo en morirse; dizque de un torzón tripero que lo dejó entre cuatro velas gordas. Soplaba más fuerte que un elefante al tocar la tuba, y de paso tenía que mantener a tanto flojo... Fui al velorio de Cayetano y me embriagué de pesar. Me embriagué como nunca. Y dije cada barbaridad, que me escupieron. Después de ocho o nueve mezcales con cafeciano, me provocó el maldito Chango Pifas, diciéndome que yo era un mentiroso. Le dije que él era pura lengua, y que para demostrarle que yo decía puras verdades, en ese rato me iba a aventar algunas. Me discutí empezando por gritar a voz en cuello: “Hoy se ha muerto Cayetano, que mantenía a tres hermanos, sin que se lo agradecieran ni se lo pagaran. ¿Por qué mejor no se murió su hermano Chucho el Tonto?...” Como les dije antes, me llovieron patadas y salivazos, pero después me mandaron decir a mi casa que las dos hermanas de Cayetano estaban de acuerdo conmigo. Que Chucho su hermano no las iba a mantener haciendo picudos azadores que no vendía más que a cuatro pesos cada uno. Y que tardaba mucho en hacer uno, casi tres días. Y que era más flojo que ellas dos. Cuando menos allí, en esa familia, me reconocieron mis méritos. ¿Qué como me morí y me tienen aquí adobado entre tablas de guanaclaste? No es largo de contar. Ni tampoco es triste. Además me siento muy bien de salud aquí. Los pellejos ya se me cayeron todos y la gusanera me dejó sin tripas, pero es mejor así. Como que me han quitado muchos males que tenía, pues yo era único dueño de un ingenio azucarero: tenía diabetes. Así es que le gané el partido a la huesuda, por más que se rió cuando fui a saludarla en su recámara. Me dijo: “Quihubo Chuycúas, hasta que te veo por aquí”. Yo le contesté: “Quihubo Calaca, ni creas que te tengo miedo, por más que te me presentes toda flaca, peores viejas he agarrado...” Y cayó conmigo. Nomás gritaba cuando le dí el agarrón. No se me ha vuelto a presentar otra oportunidad de hacerle sentir lo que valgo. Cuando pasa lista, ni mi nombre cita, pa´no acordarse de lo que pasó conmigo. Es que pa´ las viejas yo era tigre y a veces hasta gatillo. Sí, me mataron, yo no me morí. Fue aquella tarde en que había agarrado la onda por los caminos de El Túnel, ilustre cantina donde me reunía con mi primo El Primi y El Copitillas. Y llegó Napoleón Torrente al rato. A napoleón siempre le dio la macheada, y presumía de que por su barrio ningún machote como él. Yo, al filo de la sexta botella, me acordé de muchas cosas, pero también estaba viendo la cacha de la pistola de Napoleón. Relumbraba de nueva. Puros tiros calibre 38 gasta. El Primi dijo: “Fíjate Chuycuás, qué pistolón trae napoleón; es Mitihueso, ése sí es macho entre los machos”. “Puro hablador, primo Primi, puro hablador...” le contesté. Y me levanté de mi mesa para. Garraspée tres o cuatro veces, escupiendo fuerte a un lado, y dije: “Los Torrentes viven en Los Indios Verdes, presumiendo siempre de machotes y hombrotes. Lo cierto es que Juanillo y Ramón son jotos. Todos son jotos, toditos...” Se levantó un amigo de Napoleón enojadísimo a preguntarme: “¿Napoleón también es joto?” No me pude rajar: “También es joto, el más joto de todos”... Ya no hablé más estando vivo. Fue el último episodio de mi existencia. Napoleón sacó la 38 y me metió seis tiros seguiditos. Me sonaban como varazos en el pellejo, pero no me dolieron mucho. Me aguadé todito, y caí sobre una mesa, desperdiciando dos medias tequileras enteritas y dos tecates bien heladas. En mi velorio platicaban Jovo y El Burines que a Napoleón lo andaban siguiendo, que había huido por Chametla y El Pozole, pero que ya iba a presentarse para alegar defensa personal. Que yo había querido matarlo con una botella. Es por todo eso, que aquí me tienen platicando seis metros bajo tierra”.
















El Güilo Mentiras
Es flaquito, flaquito. De ahí el término de Güilo que en Sinaloa equivale a ser delgado, sin engordar nunca. Por que hay gentes que son flacas de niños, —por las lombrices y demás sinuosos personajes— pero de grandes se vuelven gordos. Gordos de aspecto y sangre. Ahí tenemos a los políticos mexicanos.
Le dicen de apellido Mentiras, porque cuenta tantas y quitándole el tiempo a todo el mundo, que viene a ser honroso marbete para su personalidad fabulista.
En realidad, se llama Florencio Villa. Y dice que su padre no le llamó Francisco, porque el general duranguense andaba ya muy desprestigiado y a lo mejor lo confundían con él...
Dice que tiene 150 años de edad. Y en una de sus fábulas hace un relato de que una yegua de 40 años de edad, parió un caballito-cebú engendrado por un toro...
En realidad nació en 1873. Y sigue con la misma memoria de los 18 años. Se acuerda todavía de sus conquistas amorosas con una prima con la que tuvo relaciones a los 10 años de edad.
Siempre remata sus anécdotas, cuando lo tildan de mentiroso, riéndose todos sus oyentes, de que “si no me quieren creer, pregúntenle al difunto González, que fue testigo...”
Tiene las más difíciles profesiones: pescador (lo han corrido de los 28 sitios de pesca que tiene la cooperativa de pescadores, porque le quita el tiempo a todo el mundo), salinero, arquitecto de casas de palma, acordeonero, pilero, mariachero fracasado, etc.
Nunca fue a la escuela, pero como si hubiera ido. El talento le sale por los poros y la imaginación lo renova día con día.
No mide más de 1.70 mts. Siempre trae su camisa y pantalones bien planchados y limpios. Y sus huaraches encorrellados rematan la vestimenta blanca que empieza en un sombrero con barbiquejo, bien cuidado y mejor estimado. Y pone un rostro serio, muy seriote, para contar sus cosas.
Muchos hemos llegado a creer cuando lo escuchamos que sí fue verdad lo de aquel jabalí que era hembra, a la que dio un hachazo en la frente y siete meses se la encontró después, pero ya con cría, siete jabalincitos que traían un hachita cada uno en la frente, porque el hacha que le tiró a la madre, se le había quedado pegada...
Pero dejémosle a él contarnos lo de la cacería del Venado de Cuarenta Puntas:
Me había mandado llamar mi compadre Morrales a Las Estancias, para que le hiciera una casa de palma tan buena como las sé hacer yo. Porque aunque me esté mal decirlo, no hay en Escuinapa y a sus alrededores otro mejor que yo para hacer las casas de palma, pues con mis 115 años de experiencia, no creo que haya otro que me las iguale. Inmediatamente me puse en camino, llegando el mismo día a dicho rancho. Mi compadre, que le gusta mucho la cacería, luego quiso organizar una en mi honor. Y yo que iba acompañado de mi fiel rifle de mecha me dispuse a prepararme para la cacería. Saliendo otro día muy de mañana a los aguajes, donde según mi compadre, bajaban los más grandes venados de la región, nos subimos a un palo blanco a esperar lo que llegara. Al poco momento de estar encaramados como mapachis, oímos una tronata de palos como cuando va una vaca huyendo. ¡Cuál no sería mi sorpresa al ver el venado más grande que he mirujeado en mi vida! Sin pensarlo mucho, le apunté con mi rifle de petardo, con tan buena puntería para mí y malísima para el venado, que le pegué en la pura frente. Tuvieron que llevar un tiro de bueyes para jalarlo hasta el rancho. Le pedí a mi compadre Morrales que me regalara la cabeza del venado, pues era una preciosa cabeza con una cornamenta de 40 puntas. Cuando me vine me tuvieron que prestar un burro, nomás para cargar la pura cabeza. Llegando a mi casa, como no cabía dentro de la casa, la clavé con un clavo de vía en el almendro que está en el patio. Cuando quieran, pueden ir a verla. Nomás no platiquen con qué está clavada, pues es muy delicado eso de robar clavos de vía...”

Otra vez, dice este genial embustero, él andaba por las pesquerías de Palmillas y quiso hacer de las aguas. Cuenta que cuando orinaba se descuidó y que por el chorro de orines se le fue subiendo un alacrán... (Les ruego imaginen el resto...)
Pero escuchémoslo otra vez, ahora con El Tigre Ensillado:
“Hacía muchos años que estaba yendo a las fiestas de Huajicori a pie. Y este año pasado pensé que ya no llegaba a pie a Huajicori, pues ya un hombre de 120 no está para esas andadas tan alrgas. Por tal motivo, pensé pedirle prestado su burro a mi compadre Ñengo. El, de muy buena gana me lo prestó, encargándome únicamente que no le dierra arrayanes a comer de los que hay en Huajicori, porque tenía mucha tos y a poco se lo traía enfermo de dolor de oído. Yo le prometí que se lo iba a cuidar mucho y que se lo iba a entregar de vuelta, sano y salvo y que le iba a traer de regalo una estampita de la virgen y unos cordones benditos para que los trajeran en el pescuezo él y su familia, para que nunca se les atorara una espina de pescado. Me fui a Huajicori en el mentado burro y resultó muy flojo para andar. Corría únicamente cuando íbamos llegando a los arroyos o cuando iba una burra adelante. Con miles de trabajos, cruzando cerros y llanos, lo hice llegar a Huajicori. Llegando lo amarré de un roble en las orillas del pueblo. Me dio trabajo hallar el roble, pero no podía amarrarlo de otro lugar, pues eran puros arrayanes los demás árboles y como el chivato burro todavía llevaba mucha tos, temí que se muriera de una pulmonía si lo amarraba de un arrayán. Me fui a bailar a la fiesta. A rezar a la iglesia. Y a tragar vino a las cantinas. Ya muy a media noche, recordé que tenía que venirme y pensé: ¿qué mejor hora que ésta? Si me voy ahorita que es como la una de la mañana, llego a Escuinapa como en la tarde, al cabo el burro ya va pa´ la querencia, se tiene que ir recio el chivato. Luego me fui al roble dónde había dejado al burro el día anterior, encontrándolo dónde yo lo había dejado. Me dispuse a ensillarlo, notando con sorpresa mía que se resistía, como que no era de su agrado traer la silla en el lomo. Pero yo llevaba como quince litros de vino en el estómago y en ese estado, no iba a dejar que un burro cualquiera me venciera. Así es que con muchas dificultades, al fin logré ensillarlo, notando sin embargo que cuando lo estaba cinchando, voltiaba y me tiraba mordidas de burro, porque me las tiraba con ganas de arrancarme el brazo. Me monté en él y le hice rumbo para Escuinapa. Cuando venía por el camino, todavía muy obscura la mañana, noté que venía más a la carrera. Luego encontraba alguna vaca y se le quería echar encima. Pasamos por un ranchito y la perrada no nos dejaba pasar. Yo a cada momento me iba extrañando más de lo que iba pasando. Por fin, llegué a La Campana, ya queriendo amanecer, cuando me encontró El Chimuelas. Me sorprendió mucho que tan luego me vio se subió a un árbol. Me grito de arriba:
—“Güilo, bájate de ese animal...”
Entonces yo le pregunté sorprendido: “¿Por qué?”
—“Pues que no ves que vienes montado en un tigre...?”
Después de oír al Chimuelas y de ver a mi montura, no hallaba qué hacer: si bajarme y salir corriendo despedido o llegar con él hasta Escuinapa. Después de pensarlo un momento, opté por lo segundo y empecé a forzarlo para que anduviera más recio y de ese modo llegara más cansado a Escuinapa. Y mientras llegaba, fui sacando mi conclusión de que el tigre había ocupado el lugar del burro, porque se lo comió. Pero se lo fue comiendo de la cola por adelante, de suerte que cuando le comió la cabeza, ya había quedado el tigre con la lazada en el pescuezo; de ese modo no se fue y por la obscuridad llegué y lo ensillé sin darme cuenta de lo que había pasado. Para mi buena suerte, llegando a Escuinapa se murió de cansado y al dueño del burro que era mi compadre Ñengo, no tuve más que darle que la piel del tigre. Y con el producto de ella compró treinta burros, con los que ahora se lleva acarreando leña.”
Una vez, de madrugada, en la Pesquería La Revolución, El Cañas Miadas fue a levantarlo porque su mujer estaba en vísperas de recibir al veinticincuavo hijo, y tentaleando se levantó del catre, buscó su cinto y se lo quiso abrochar. Intentó uno y no abrochaba. Intentó dos y tampoco abrochaba. Hasta que El Cañas Miadas le aluzó con un candil y se dieron cuenta los dos que en lugar de cinto lo que había agarrado El Güilo era un coralillo.
Y cuando cuenta el incidente de los patos en la laguna, hay que oírlo para creerlo todo, sin dudar ni un ápice.
Pero lector, sin duda hay que ir a Escuinapa para conocer a este Güilo Mentiras de gran renombre y mente tan fértil para la mentira...




















El robo del siglo
—Pero hombre Mateo, ¿cómo vamos a creerte eso de que no te diste cuenta quién te robó el cochi?
—Por Dios santo que no sé, Comandante, por Dios santo que no.
—Pero si dices que estaba gordo-gordo, casi listo pa´la matanza. ¿Quién podría cargar con ese puerco? Ni El Tecolote.¿Y sin hacer ruido? ¿De la noche a la mañana?
—Así fue, se lo juro, Comandante. Nomás quiero saber quién fue el sinvergüenza que se lo robó para darle una sarta de fregadazos.
—¿Y la ley que? Estoy yo acaso pintado en la pared? La Ley castigará al ladrón, la Ley... Aunque todavía no agarro la onda ni la pista. ¿No oyiste siquiera un bramido?
—Nada, Comandante, dormimos bien esa noche del robo, que fue antier. Yo creía que el cochi se había salido a vagar por alguna de las calles, pero ayer que lo buscamos por todo el pueblo y no dimos con él, pues confirmé lo que pasó: me lo robaron, y ni siquiera los chicharrones probé. Caramba, y era güero tirando a pinto el condenado.
—Buenos chicharrones que han de haber salido...
—Y una rata se los aprovechó.
—Pero ése, ése, va a llevar su castigo. Yo, la autoridad, te lo aseguro...
—Gracias, mi comandante..

—Buen puerco ese que matamos anoche, Chava...
—Sí, estaba bien graneado. Creo que lo engordaron con puro maíz y calabaza. No estaba alto el precio que me pidió El Cascahuín. Aunque ando con la duda de saber de dónde traería el animal. Me dijo que su amigo El Pancho Carrillo y él lo habían engordado. Creo que son mentiras.
—O quién sabe, Chava, porque fíjate que El Pancho y El Cascahuín son socios en la peluquería.
—Sí, pero los piojillos no respetan a nadie, contrimás a las peluquerías...
—Claro que la ranquera anda muy pesada ahora, pero ya no importa nada. El Cochi ya está muerto, la carne se la comió el pueblo y hasta el cuero ya está vendido con Tejeda. Allá El Cascahuín...

—¿Quién trái la banda?
—El Cascahuín, El Cascahuín, gritan unos chicos...
Y si es cierto. El Cascahuín paso-macho al frente de la columna, abrazado del Pancho Carrillo, con una borrachera tipo damajuana, es el que trae la banda. Le tocan las Lomas de Ixcuintla, con un solo de trompeta a cargo del Cheche Barrón.
Van camino de la cantina de Chuy Prado. Allí beberán harta Pacífico y algunas Tecates, eructando a camarón entre botana y botana.
“Ora tóquenme Un Ángel Más, la de don Cheve Moreno”, grita El Cascahuín...
Y empieza la banda, de nuevo, con su heroica música de viento, a instrumentar las notas de ese viejo vals escuinapense. El Cascahuín se alebresta y le mienta la madre al Mundo. A los de Escuinapa, no les dice nada, porque se acuerda de que aquí lo han recibido bien, pero ese otro Mundo si que no tiene madre, sobre todo allá por Mexicali, dónde arrancaba algodón con el espinazo en prolongado ángulo. Y en san Luis Río Colorado, dónde trago polvaredas enteras, con su hambre y su sufrimiento.
Pero aquí, aquí si lo han tratado bien. A excepción de los piojillos, es decir, las épocas de ranqueras del pueblo, las han podido pasar mejor que allá en el Norte.

—¿De dónde tráis tanta lana, Cascahuín, pregunta El Pancho.
—Tú cállate y traga vino, que no tengo por qué informarte de nada, tal por cual...
—Bueno...
—A ver, Chuy, sírveme otra tanda de tecates bien frías. Y la botana que no se te olvide.
—Aviéntame la lana y sirvo.
—Desgraciado desconfiado; ay te van unos billetes pa´que te conformes y nos sirvas luego luego...
—Como nunca te había visto de tanto billete...
—Me lo mandó mi jefa de Mexicali, maldito.
—¡Ah...!
La juerga siguió. Había principiado a las dos de la tarde y eran ya las siete sin que el fin se viera cerquita. El gorgoreo de la cerveza verde de Mazatlán estaba en su momento más álgido. Todo el pueblo ya sabe que el Cascahuín ha sacado la banda con un dinero que le envió su hermano de Mexicali. Otros decían que su mamá se lo había enviado de Ensenada. Los carteros, ponían en duda tal aseveración, porque ellos no le habían llevado ninguna carta a su casa. Tal vez un giro telegráfico.
Pero dos policías y el Comandante se han parado maliciosamente en la cantina de Chuy Prado. Al Comandante Tobías le encantan los valses, y se acordó de una vieja que tiene por las orillas, oyendo Un Ángel Más, su pieza preferida.
Se rasca la barba pensativo. Los dos ayudantes, lo miran sin comprender, todavía. El Comandante se decide a actuar. Ha leído de Valente Quintana muchas anécdotas y siempre descuella la inteligencia de Valente al conjuro de la acción. Hay que imitarlo9. Se acerca a la mesa en que están libando el néctar de lúpulo y malta, El Pancho y El Cascahuín.
—Quihubo muchachos, deja la peluquiada...
—Nomás pal gasto— Se apresuró a contestar El Cascahuín.
“Le tembló la barbilla al Cascahuín y está mirando a los cuicos con temor. El Pancho, está indiferente. Qué se me hace...”
—La agarraste temprano, ¿no Cascahuín?
—No mi Comandante, nomás a las cuatro, hace un rato...
—Me informaron que a las dos...
“No quiere contestar, desvía la mirada, ajá.”
—A ver mis cuicazos mayores, vengan pa´ca.
—El Cascahuín se levanta rápido, acusando el efecto de las palabras:
—¿Qué? Qué, ¿qué se tráin conmigo?
“El fue, no hay duda.”
—Acompáñanos un ratito a la comandancia.
—Pinchís policías, ¿qué la gente decente no puede tomar y sacar la banda? Vayan mucho a...
Dos Chilazos lo dejan quieto, y todavía le atizan de pilón, otro por toda la espalda. Lo toman de los brazos, lo levantan de aguilita, cual gallo sin espolones y desplumado. Lo llevan al taris.
Los de la banda musical protestan. Quieren su paga. Chuy Prado se alegra. Cobró por adelantado lo servido. Diez años de cantinero producen experiencia digna de una autobiografía.
“Me latía, me latía”, le dice al Comandante.
Un rictus despreciativo del Comandante torna a Chuy Prado a ser lo que es: un cantinero, sin más opinión que la de sus cervezas...

—Mi Comandante, ya lo llevamos al Panteón a las doce de la noche y no se asustó nadita. No confesó cómo se robó el cochi. Ni lo confesará según dijo.
—Denle otra chileada...
—Pero mi Comandante, ya le hemos dado dos.
—No li´hace.
—Es que trái unos verdugones en las piernas que ya se le revientan...
—Péguenle ahora en las nalgas y verán si no confiesa...
—Usted manda.
“Me lo sospechaba desde que me dijeron que andaba con la banda. Hacia días lo vi con zapatos de futbol en la calle. El piojillo está pesado pero cuando llega uno a ponerse zapatos de futbol es que la cosa, pa´uno, ha de andar superpesada. ¿Pero cómo sacó el cochi del corral? Sobre dos metros, casi, de barda y sin hacer ruido... es un problema de la fregada. Y qué sueño tan pesado tienen los de Mateo. ¿Cómo no se dieron cuenta de la robada? Y los de todo el barrio tampoco se dieron cuenta. No hay que transitar por esa calle de noche. A lo mejor me matan y nadie se da cuenta...”

—Nada, mi Comandante. No quiso decir cómo se robo el puerco.
—¿Cuántos azotes le dieron?
—Catorce, bien asentaditos...
—Hijo, ¿y no confesó?
—Nomás pujaba y se acordaba de usted...
—Desgraciado. Ahora cuélguenlo en los camichines del panteón, de los puros dedos gordos de los pies, como a un metro del suelo, cabeza abajo.
Mi Comandante, eso nomás se lo hacemos a los matones...
—Pa´qué se acordó de mí...

—Pancho, ¿y tú no tuviste nada que ver con lo del Cascahuín?
—Está bien que tenga la cara... pero no lo soy, desgraciado. ¿Casquete o panamá?
—Casquete, regular, no te mandes. Pero dizque no ha confesado.
—No, todavía no. Pero tal vez lo haga mañana o pasado. El Comandante lo ha fregado mucho. Ya lo colgaron en los camichines...
—¡Cómo a los matones!
—¡Cómo a los matones! Yo creo que enmezcaló al cochi famoso. Lo vi con una botellota de Gusano Rojo, ese día del robo. Dicen que los cochis con mezcal se duermen como nos dormimos nosotros...

—Pues sí, Tobías, no podremos más en su contra. Ya se confesó culpable del delito, Chava Torres declaró en cuánto lo compró. Mateo López dijo que a él se lo había robado. Con eso es suficiente para dictar sentencia.
—Sin saber él cómo? Así sin conocer cómo lo hizo?
—El muchacho no quiere confesar, dijo el Juez con simpatía...
—Pero es absurdo eso, señor Juez, de dictar sentencia, sin saber, sin conocer, cómo se robó el puerco...
—Será absurdo, pero con los otros elementos que ya poseo y están expedientados, el derecho penal me concede suficiente razón y base para finiquitar este asunto. El resto, es asunto suyo, Comandante...
—Ningún caso en el mundo entero se ha cerrado así, señor Juez.
—Ningún caso en el mundo entero, señor Comandante, había tenido como parte actora a un sujeto tan cabal con sus secretos profesionales delictuosos, como éste. Convénzase y resígnese, Comandante.
—Yo, la autoridad, resignarme, señor Juez... Mis archivos quedarán incompletos, totalmente incompletos.
—le puedo dar la información gratuita de que en Rusia existen sistemas para hacer confesar, de gran efectividad, y que también Hitler tenía otros, tan buenos o mejores que loa de los rusos. Pero creo que no hay presupuesto municipal suficiente para importar a un verdugo de cualquiera de esas dos nacionalidades, y resolver este enredo del puerco... ¿O no?
—¡Qué incomprensión, qué incomprensión! Dijo el Comandante Tobías y se alejó triste y cabizbajo.

—Le echaron seis meses de cárcel, Pancho, seis mesotes.
—Si ya sé, contestó el Pancho mirando la mancha de tolditos que volaban rítmicamente hacia los árboles del Palacio Municipal.
—Te quedaste sin ayudante.
—Eso es lo de menos. Lo que me interesaba era que confesara.— Y su voz fue adquiriendo más fuerza, se tornó sanguíneo el rostro: “No confesó cómo se robó el cochi. ¿Te imaginas qué desfachatez de cabrón? No dijo con qué técnica tan perfecta logró ese robo. Es un reverendo traidor. Ni a mí me lo dijo. ¿Lo enmezcaló? ¿Le metió éter en el hocico? Nunca lo sabremos nosotros, sólo él lo sabe. Pinchi egoísta...”



El estatuero y el pistolero
—Mira nomás al loco Chalío.
—¿Dónde está, dónde?
Y salen de la cantina, asombrados, los parroquianos.
En el medio de la calle está petrificado, con un pie al aire, pero en perfecto equilibrio, Chalío. No se mueve. Bien pueden improvisar un terremoto y la tierra seguramente que no se moverá de la planta de su pie.
—No habla ¡Ni parpadea! Si le dieran ganas de pipera, no pipeaba... Seguro ni respira.
—No la friegues, si no respirara se moría. La muerte es no se lo permite ni a los locos..
“¿Y cuánto tiempo dura así?” Pregunta un novato en las cantinas que por primera vez le ha tocado ver a Chalío en trance.
“Una hora, dos horas”, le contesta otro que está metido en el bolón de gente que ha salido a verlo.
“Vámonos pa´dentro. Aquí hace mucho sol. Nomás estando loco como ese, se soporta la chicharrera,” dice uno más, sombrerudo, y de mirada un tanto vidriosa.
“Sírvenos otras Pacíficos, Jeño”, ordenan.

“Ahora amanecí crudo hasta la fregada. Pero qué bueno que está lloviendo porque con los rayos me compongo. La otra vez un rayo fuerte, tronador, que cayó arriba de la Loma del Zorrillo me puso como nuevo. Y eso que traía un borracherón meco. Si no hiciera llover cuando yo quiero, este pueblo se moriría de sequía y de hambre. Jodón que soy yo. Yo no me dedico como el loco Chalío a hacer estatuas en la calle. La otra vez lo agarraron en cuclillas creyendo que estaba haciendo caca y se lo llevaron al bote. ¡Está loco ese Chalí! Yo hago otras cosas más útiles, como eso de limpiar de maleantes este pueblo y sus alrededores. Mi pistola ya no tiene lugar dónde marcar los muertos que me he echado al pico. Me contratan para que mate. Y yo mato puros matones y rateros. La otra vez vinieron desde Aguacaliente, ¡la mismita tierra del Gitano! A contratarme para matar a quince broncos de la sierra. Me los eché rápido y hasta maté tres más de morralla. Me pagaron con dos chivos y harto parque para mis pistolas. Últimamente me quedan guangas las carrilleras. He enflacado hasta ponérseme las nalgas fruncidas y eso me ha desprestigiado. Ya no lleno los pantalones. Se ríen de mí cuando paso por las cantinas. Afortunadamente para ellos, no son rateros ni matones, si no ya los había mandado enterrar bien perforados. Me han ofrecido empleo en la Judicial del Estado, pero no me conviene. Aquí estoy a gusto y mato cuando yo quiero. ¿Qué más quiero? Matar a huevo no sabe...”

Son las cuatro de la mañana. Poco falta para que amanezca. Se moviliza Tolente Quintana en la bomba del agua del pueblo. A las cinco la pondrá a trabajar para llenar el tanque de almacenamiento.
Más tarde, su mujer se levanta, y estirando los brazos al aire, fuera de la csa, mira sin querer para la bomba, y dice:
—Oye Tolente, fíjate que la tapadera del tanque está abierta. ¿La abriste tú?
—No yo no la abrí. Pero se ha de haber quedado así desde ayer. A veces El pelucas la quita y no la pone de vuelta. Está en la edad de la jalada... Voy a echar andar el motor.
Y así lo hace. Lo deja trabajar con ronroneo suave y rítmico. Tolente ha acabado de bostezar y calmadamente va al tanque de almacenamiento, para taparlo y que no le caiga basura de los cónchiles que le dan sombra.
Da uno, dos, tres pasos que son saltos y ya está arriba. Pero al asomarse se ha quedado lelo y frío.
—¿Qué chingados estás haciendo aquí en el tanque, Chalío? Salte o te saco, cabrón...
No se inmuta Chalío. No lo oye, ni lo puede oír. Está petrificado, por enésima vez haciendo estatuas olímpicas, en el centro del tanque de almacenamiento de agua, que la bomba ya casi está llenando. El agua anda por la altura de sus omóplatos. Pronto se le subirá al pescuezo.
Tolente baja corriendo, apurado, a parar el motor. Lo para. La bomba deja de echar agua. Corre para su casa. Saca una fuerte soga y vuelve al tanque del agua. Chalío no se ha movido nadita. Está, todavía con la mirada perdida, Tolente mete la soga, ya con lazada, y logra atar fuertemente a Chalío. Luego pujando, lo iza y a duras penas lo saca del tanque.
—Lárgate de aquí, loco maldito. ¡Ay, y la bomba ya echó agua pa´l pueblo...!
Tolente baja a cerrar la llave de suministro. Pero es seguro que alguna ración importante ya se ha ido y seguramente que será bebida por el pueblo.
Se desconoce, por otra parte, si Chalío ejecutó acuáticamente, necesidades fisiológicas impostergables.
Tolente guardará este secreto a piedra y lodo. Porque si no, le costará su chamba.
Pero su vieja se dio cuenta de todo.
En la tarde lo sabe todo el pueblo. En la mañana del otro día, tempranito, corrieron a Tolente y al Pelucas, su ayudante.
“Pero que tarugada tan grande la del Chalío. Se iba a llenar todito de agua pa´morirse. Y la caja de muerto que le hubiéramos mandado hacer, hubiera sido una tinaja y no una caja. Lo sacaron arrugado, arrugado, de todo el pellejo. Toda la noche estuvo en el tanque. Se le pasó la mano. ¡Y ahora en este pueblo va a haber más locos que de costumbre con el agua que bebimos!”

Soterillo fue al cine
—Adiós, Sotero... le gritaron de un rancho portón.
—Adiós, don Nati... contestó, seco y papujado, Soterillo.
Su paso siguió igual de displicente y desenfadado. No tenía prisa. Nunca la ha tenido ni la tendrá. La Evangelina hace por el día los tamales, Soterillo le ayuda a menear el chapurrado y por la noche abanica el brasero, cuando instalan su puesto en la plaza, al lado del de doña Rosa, la vieja que vende platos de pollo, de pollo muerto...
Soterillo es un hombre peculiar en el lugar. No todos lo quieren y otros ni lo conocen. Pero su figura sin rasgos notables, sin nada sobre lo que se pueda chismear, es familiar a todos.
Muchos no saben su apellido ni su nombre de pila. Así, tampoco conocen el del Yeguas, el que toca la guitarra y le da por componer canciones.
Las autoridades del lugar le ven pasar, como a los burros que de vez en vez se detienen a tragar el zacate del parque: todos tienen derecho a vivir como quieran vivir.
Lleva dos cananas atravesadas, casi iguales a las de los zapatistas. El dice que son las que usó Maxi El Cerrojo, guardaespaldas de Chuy Carranza. Llevan una sarta de cartuchos quemados, y uno que otro tiro bueno, bien atascados por el moho. Y a sus lomos, descansando de su descanso eterno, el 30-30 viejo, forrada la culata de cuero negro y con muchos años sin que le limpien el cañón para que salgan sin detenerse las balas. Frente a la Plazuela se encontró a don Manuel:
—¿Cómo le va don Manuel? ¿Cómo sigue del grano?
—Bien Sotero, bien, muchas gracias... ¿Cómo está la Evangelina?
—Más gorda, don Manuel, como que se traga diez tamales diarios.
—Se me hace que tú eres más tragón que ella. Dicen que dijo que la estás poniendo en quiebra y que sólo te llevas acostado debajo de los guamúchiles, oyendo la periquera...
—Vieja habladora, calumniadora...
—Oye Sotero, le oí a pacheco decir que tienes que ir a gestionar el permiso de tu rifle, que ahora que es Presidente Municipal no permitirá que andes por la calle con el carranflón y las cananas.
—Desgraciado Pacheco, ¿Pa´qué quiere el permiso? Lo que pasa es que se enojó una vez cuando era cantinero, porque no le pagué una “media” de alumbre con tequila y ahora se quiere desquitar...
—No, no. Pacheco es ya la autoridad y hay que respetarlo. Que fue cantinero y que le deba, es otra cosa. De veras es bueno que te den el permiso para tu rifle. Tú andas a gusto y las autoridades también.
—A mí, no me la pegan, don Manuel, lo que pasa es que el Pacheco ya se cree muy fregón porque lo nombraron Presidente. Ya hasta se compró un caballo retinto de herraduras de “anca” El Güirras, que sacan chispa cuando lo rayan y pues... ha de querer pagarlo...
—Si tú piensas así, dícelo así, pero si te meten al tambo un día de estos, no digas que no te avisé.
—A mí, me hacen lo que nos hizo el General Lozada, don Manuel...
—¿El General Lozada? ¿Quién es ese general? Nunca lo he oído mentar... dijo, mintiendo, don Manuel.
El desgraciado aquel, dizque revolucionario, que no era más que un robavacas metido a militarote. Aquí llegó a Escuinapa y nos mandó llamar a todos, a toditos los que vivíamos aquí. Fíjese en qué tiempo sería que entonces, estaba joven la Evangelina, jovencita la condenada y muy güena...
—¿Y qué les hizo el general Lozada?
—Mire don Manuel, fíjese qué cimarrón y qué bandido; nos gritó con voz de guajolote, igualita a la de Manuelón el Abastero, que pagáramos el tributo, ya que le había ganado la plaza a Buelna... Pagarle tributo nosotros, los jodidos, los broncos de Escuinapa. No quisimos todititos. Don Chema Guerrero se agarnuchó los bigotes y le dijo que se fuera a moler a su madre. Don Pedro Zamudio se agachó un poquito más y lo mandó a la tiznada. Yo nomás oyendo... Ni a Buelna le pagamos algo, contrimás a este maldito. Entonces nos dijo que iba a quemar el pueblo. ¡Quémelo, dijo don Chema, hacemos otro nuevo! Y lo quemó el muy desgraciado. Después vino otra vez, cuando andaba rastreado por los del Manco Obregón y le habían pegado una calda por todito el Cerro de La Muralla. No le quisimos dar nada tampoco. Nos dijo indios brutos y no sé qué más. Brutos, brutos, pero no le aflojamos ni un quinto. No quisimos hacerle el agua de cebada. Allí en El Rosario sí le dieron, dizque juntaron unas medallas di´oro y unas bolsas llenitas del “refinado” de la mina del yauco. Pero mi General Lozada pegó en tepetate con nosotros. Asó le va a pasar a Pachecho. Que pierda las esperanzas, si cree que voy a cooperar para el retinto que anda estrenando...
—Pero Sotero, a lo mejor te quitan el rifle.
—Primero me cuelgan del güinol más alto, don Manuel. Así soy yo de decedido. Ni Zavala cuando Presidente me dijo algo. Severiano me quería comprar el 30-30 pa´regalarselo a uno de los Muñoz. Y ahora Pacheco me quiere cobrar impuestos. Me acuerdo mucho de don Chema Guerrero en este rato...
—Tú sabes lo que haces, pues, Soterillo. ¿Cuándo vas a venir al cine?
—Pos, cuando usté m´invite don Manuel. Pa´eso me ando una vuelta por aquí y también pa´ver si me dispara un tejuino del que hace Chema, mi cuate...
—Soterillo, nunca cambiarás ni dejaras de ser golletero. Chema: dale un tejuino a Soterillo y ay te va lo que vale.
—Gracias don Manuel, ay nos vimos. Si quiere leña de guácima, nomás ordéneme. La que le prometí el año, el mes qu´entra se la traigo...
—Te voy a pedir que me traigas a la muerte, descarado. Vente al cine por la noche, y le dices a la Juana, que te deje entrar, que yo te dí permiso.
—¿De veras me va a disparar la entrada al cine, don Manuel?
—De veras, hombre, bada más que no te compres pepitorias ni cacahuates de los que vende Toño, porque entonces te mando sacar con el Cuino.
—El Cuino es mi amigo, así que ni me ande echando brava, don Manuel.
—Aquí está el tejuino Sotero. Le puse mucho limón y poca sal, como a ti te gusta...
—Gracias, Chema. A su salud, don Manuel...
—Vieja, vieja, me voy al cine a la noche.
—Qué cine ni qué cine. Orita te me vas por un tercio de leña y unos ocotes pa´encender el fogón. Los Gómez me encargaron veinticinco tamales pa´la cena y tengo que entregarlos a las cuatro de la tarde; ándale, apúrate...
—Eva, ya ni la friegas, te vengo a decir que don Manuel me dijo que fuera al cine ahora. El me la dispara. Allá en el taller del Güirras he oído hablar mucho de las películas, pero no he visto ninguna. Te voy a tráir mejor unos breñales de guamúcil que tengo cerca del tabachín seco. Mañana te traigo la leña.
—Viejo bóveda, no quieres hacer nada, quiere nomás que yo trabaje y que te mantenga...
—Cálmate, cálmate Evangelina, toma las cosas como se toma un tejuino bien helado: con mucha calma, con mucha calmita...
—Qué calma ni qué sombrilla. Viejo desgraciado. Pero está bien. Tráete esos breñales, y a la noche antes de irte al cine me llevas la mesa y la olla del champurrado hasta la plaza. De eso no te escapas.
—Lo que mande la Emperadora...
—Viejo barbero...
De tres zancos, despojados del 30-30 salió Soterillo, de la casa. Un pequeño torito de palma empotrado en cuatro troncos de amapa era toda la habitación. Un patio para las gallinas y un puerco, trompudo cual clarinete, amarrado al guanacastle. Abajo, se oía la periquera de los guamúchiles que están sembrados en fila india dando sombra fresca y alegre. Hasta allá fue Soterillo y dobló a su izquierda llegando al tabachín seco. De ahí extrajo un tercio de breñales. Se lo echó al hombro izquierdo y regresó aprisa.
—Aquí están los breñales. Dame los ocotes que tengo debajo de la cama.
Al hombre previsor
nunca lo llaman hablador.
Eva, Eva, dame agua pa´que beba...
—Nomás eso me faltaba. Que este yahualica me resultara compositor. Ya estás como El Chato Tracateras...
—Con mi compadre El Chato no te metas. El es poeta y de los buenos. Échame el ocote y cierra la víbora...
—Víbora tu abuela, maldito...
—Eva, Eva, más respeto. Estás hablando con un viejo revolugio...
—¿Revolugio tú? No me hagas reír, condenado, porque lo más que hiciste fue andar de lonchero entre las tropas y de robador de gallinas más allá por Quimichis y el Huatamote.
—¡Qué no te oigan, qué no te oígan...!
—Cuanto te caigo en tus mentiras, bien que te enojas.
—¿Tú no te enojas cuando te digo panzona...?
—Ni lo digas, porque te quedas sin tragar.
Ahí concluyó la discusión.
Después de comer, la Evangelina siguió atizando el fogón, para entregar oportunamente los tamales a los Gómez. Soterillo gurguneando entre los cajones de una máquina Singer de mano, encontró un bote de aceite. Lo estiló para ver si tenía algo adentro. Salió aceite, lo que consideró un enorme descubrimiento. Le abrió el cerrojo al 30-30 y le dejó ir unos chorros de aceite al interior. Probó el cerrojo de entrada y salida como treinta veces; al final embonaba bien, suavecito, sin tropiezos. Colgó el rifle en un extremo del zarzo y se dedicó a dormir la siesta.
Por la tarde llevó el ollón del champurrado a la plaza y la mesita de guayacán también. Le pidió diez fierros pa´unos cacahuates a la Evangelina. Toño el cacahuatero le sirvió dos cuartos de madera, copeteados de cacahuates. Se llenó las dos bolsas de adelante y todavía le alcanzó un puño para la bolsa de la camisa.
—Juana, don Manuel me dijo que viniera a decirte que me dejes entrar sin pagar. El paga.
—Ya me dijo, ya me dijo. Pásate y no friegues.
—Gracias y como dijo el Lázaro: ábranle toros que acá está su corral...
—Se instaló cómodamente galería arriba. No quiso entrar a luneta. No conocía la diferencia: arriba había asientos de cemento, debajo de puritita madera.
Ya están ahí, tronando cacahuates, los mejores asistentes a las películas de texanos: El Pecho de Fierro, El Chancarro, El Tamburro, El Dedo Parado, El Mocho Padilla, El Gordo Cipriano, El Mono, El Pifas y muchos oidores del grupo que siempre eran más que ellos.
—¿En que se quedó el último episodio, Pifas?
—Cuando el potro pinto va a ganar. Van a ver si no...
—“Ese potro es una lezna”, dijo el Chancarro, al tiempo de que le andaba gorgoreando en el esófago un trago de puritito mezcal.
Soterillo oyendo, nomás oyendo, como cuando llegó el general Lozada...
Se apagaron las luces y empezó la película.
El potro pinto efectivamente ganó la batalla al bayo y lo hizo correr. Soterillo estaba atentísimo. Muy atento. Luego apareció el héroe: Bob Steele. El bueno de la película, encontró al caballo en el monte y en puro pelo se decidió, por sport, a visitar a los bandidos.
Lo recibieron a balazos.
Soterillo, inconscientemente, bajó el rifle a sus manos.
Los bandidos seguían tirando balazos con rapidez rapidísima. Contó dieciocho disparos consecutivos con una pistola.
Soterillo gritó: “¡Qué mazorca, qué mazorca...!”
Siguió la balacera. Con dos certeros tiros, Bob Steele tumbó a dos bandidos.
Soterillo se sintió feliz. Y dijo entre labios: “es bueno con el cañón este muchachito...”
Enésima balacera, Ahora cae un indio que estaba aliado a los bandidos. Un tiro de Bob Steele, en la pura frente, lo tendió listo pa´velarse.
Soterillo feliz, 30-30 en mano.
Pero Bob Steele está siendo amenazado. Los bandidos lo flanquean. Arrastrándose, dos se desprenden y van a colocarse detrás de un árbol, De ese árbol corren a otro árbol. Están casi a espaldas del muchacho bueno. Bob Steele, corre peligro.
Soterillo ha dejado de comer cacahuates. Le sudan las manos:
—¡Hijos de la guayaba, así no se vale...!
El valiente Bob Steele, héroe personal del valiente Tamburro y ahora posible héroe de Soterillo, tiene todavía tres enemigos enfrente. Y está atareado y apurado queriendo despacharlos. Ha visto a los que se fueron detrás de los árboles, pero los del frente no lo dejan voltear, ni despegarse de la piedra que lo protege. Las mazorcas de las pistolas nunca se vacían. Ni las de Steele ni las de los bandidos.
Soterillo cuenta ahora hasta veinticinco tiros de una sola pistola.
Los bandidos de detrás de los árboles se acercan, se acercan más. Bob sigue tirando a los tres que tiene enfrente. A uno le da un tiro a pesar de que se encuentra como a trescientos metros. Ya le quedan sólo dos. Pero los de atrás se acercan, se acercan, levantan las pistolas, las levantan...
Soterillo estima que es hora de entrar en acción y grita con voz sorda, indignada, levantando el rifle y cortando cartucho:
—¡Tu cuídate de los de adelante, que yo me encargo de los de atrás.
Y el 30-30 funciona. Un estruendo terrible llena la sala. Primero creen que al Mocho Padilla ya le están haciendo efecto los cacahuates. Pero no es así. Entonces se vienen unos gritos de pavor. Pasan unos momentos de confusión que aprovecha El Chancarro para echarse otro “fajo” de mezcal. Se encienden las luces del cine.
La pantalla hecha de las sábanas de don Manuel, tiene un boquetón enorme. El sonido se ha apagado, ya no sirve.
Don Manuel sube hecho un energúmeno. Le recuerda escandalosamente la autora de sus días a Soterillo. El Cuino se lo lleva al bote y no hay ya función por esa noche.
Soterillo durmió incómodo en una celda y al día siguiente salió a barrer las calles para pagar su delito.
No ha vuelto al cine desde entonces, ni lo invitan, ni saca el rifle, porque no lo dejan.
Un Kilo de oro
—Cotino: pásame esas vaquetas, que quiero terminar ahora la docena de huaraches encorrellados que me pidió mi hermano.
—Ay te van, Tiradito, ay te van. ¿Quieres la trucha curva o la enderezada?
—Cualquiera. Aviéntamela.
“Ese maldito Chueco maravillas que no llega. Voy a terminar con los huaraches y todavía no llegará. Así es de cabrón y ladino. Sabe que me interesa lo que platicó anoche con el Diablo, pero guardado que se lo ha de tener. Y también cómo sabe que me las pelo por conocerlo, pues pior... Ya van cuatro saludos de a peso de cacahuates que le mando. Ayer me dijo El Chueco que el Diablo andaba muy interesado por mí. Qué bueno. A ver si me saca de esta ranquera por que el piojillo anda remacizo ahora que no dieron nada las salinas. Pinchis cabañuelas que nos cayeron; aguacero tras aguacero allá por febrero y jodiza a toda orquesta a los salineros. Y de paso a nosotros. Por que los salineros le compran a mi hermano muchas botas de mezclilla...”
—Ay viene El Chueco, Tiradito.
—Quihubo Tirado, quihubo, vente pa´ca que te tengo unas nuevas mejores que los tamales barbones de La China.
—¿Cómo está el Diablo, cómo está?
—Chis, Chiiiis. Secretos de Pearl Harbor. No hables alto, por que el Diablo se enteraría y nos deja fritos a ti y a mí.
—Ni lo mande Dios y San Francisco... ¿Le diste cacahuates?
—Hombre... Me extraña.
—No. No dudo de ti, pero como no me has dicho si le gustaron...
—está contento con lo que le mandas. Aunque oyó hablar por ahí que el “ruido de uña” le hace daño a cualquiera. Mucho ruido antes y después... Yo creo que unas pipitorias pa´la otra vez convendría, convendría...
—Chueco: anda pobre la Patria.
—Buena, pues entonces aquí murió la Alejandra...
—No, no. ¿Cuánto crees que es necesario?
—Un pesar, otra vez...
—Jijo. Ni modo...
—Si no, no te suelto las nuevas.
—Aquí está el peso. Vienen las nuevas...
—El Diablo sabe muy bien todo lo que te pasa. Todito. Hasta las grandes jodas que te acomodas haciendo huaraches encorrellados, aquí en la talabartería de tu hermano. Me dijo: “si en dos meses me sigue demostrando que es mi amigo, lo voy a recompensar sabiamente...”
—¿Sabiamente? ¿Con cuánto?
—Eso sí naranjas de aquí de Tuxpan. Hay que esperar para saberlo, aunque el Diablo es re-riata. Desprendidón yo diría. Pero no te frotes las manos cantando victoria. Las cahuamas se van de los arpones y cerca de la canoa...
—Pues cuate lo que se llama cuate, lo soy. Aquí estoy respondiéndole bien con el peso de pipitorias. ¿O no?
—Ni hablar, Tiradito, ni hablar. Así es que como dijo Macarthur:
—¿Qué dijo?
—“Me voy, pero vuelvo...”
“Si ese Diablo no me falla, qué mentada de madre le voy a dar a mi hermano. No me quiso creer la otra vez cuando me habló el niño de seis meses que tenía mi mujer dentro de su barriga. Me dijo que era un don pendejo. A ver quién es pendejo al fin de todo. Qué friega le voy a dar...”.
Lleva ya tiempo armando El Chueco Maravillas este diabólico plan de hacerle creer a Tiradito que el Diablo —Luzbel para otros—, es su amigo. Y que, mediante envíos de cacahuamotes, no mínimos a un peso cada vez que El Chueco desea ir al cine local debidamente armado de “ruido de uña”, esa amistad será duradera, hasta culminar con la retribución (de dimensiones sabias) por parte del Diablo. Tiradito, febrilmente, casi a pie juntillas como dicen algunos exagerados escritores, cree que el Diablo lo recompensará. Algún entierro de pesos de oro, como los que se encontró en tres tinajas allá por el Huatamote, don Natividad Torres, ricachón fuerte del pueblo.
Unos pesotes fuertes, amarillos, amarillotes de puro oro, lo sacarán de pobre. Y además, le demostrará a su hermano quién es el más bruto de la familia. Y se comprará unas pilas para curtir cueros y pondrá su propia talabartería. Fabricará chanclas de mezclilla preciosas, y huaraches encorrellados con piel de culebra —para los ricos del lugar—. Botas de mezclilla para los salineros a precios casi de gorra, ya que su hermano se las da muy caras. Hará mil cosas más. Su mujer dijo la otra vez en el mercado que toda una noche Tiradito se había quedado con los brazos cruzados tras la nuca, en el patio de la casa, mirando al cielo. Y habló en voz alta de sus proyectos. Y que El Chueco Maravillas iba a ser su guardaespaldas, para tener siempre de su lado al Diablo. “Está loco”, dijo su vieja. Y su hermano corrigió: “Loco y tonto”...
—Anda chingado, hasta que El Chueco está trabajando...
—No me friegues Chimán, no me friegues, que me quiero terminar esta docena de chanclas para irme al rato con el Cruz. Vamos a jugar a la chingona...
—Uuuuuh, El Cruz es malísimo pa´la chingona, vas agarrar barco...
—No creas, de vez en cuando, se discute con unas jugadotas buenas. Nomás que haya tiza en el billar, por que si no el taco se le resbala de las bolas...
Y el Cuatitor, como ya es dueño, no hace nada por comprar tiza. Es muy avorazado.
—Con tiza y sin tiza, le van atizar duro al Cruz. ¿Y quién más va?
—El Pópero, El Tamal y El Mandiles...
—Jijo, soberana paliza se va a llevar El Cruz.
—Ya no sigas hablando que lo puede saber y ni va. Y cállate que ahí viene Tiradito...
—Oye Chueco, ven pa´ca.
—¿Qué quieres?
—¿vas a ver al Diablo ahora?
—Pues si quieres que lo vea, lo veo. Tú mandas...
—Aquí tienes dos pesos. ¿Le vas a comprar pipitorias?
—No. Le dolió el estómago la otra vez. Mejor le voy a llevar unos camotes tatemados.
—Oí que Toño El Cahuatero había comprado toda la cosecha de camotes del Polvaredas. Y El Polvaredas siembra bien, lo que sea de cada quién. Ya me voy, mañana me informas.
—Mañana te informo.
—Uuuuuh, otro barco que tienes...
—Cállate cabrón Chimán, cállate...
—Pobre Tiradito, no sabe en qué patas chuecas cayó. Es pendejo y va pa´viejo.

El Chueco Maravillas ha madurado el plan a conciencia. La cruda de la borrachera tenida con El Pópero, El Cruz, El Tamal y El Mandiles, lo iluminó. Llegó a la talabartería con una máscara de ironía en el rostro. Se ha reído no menos de diez veces él solo, silenciosamente. Un coyote ladino no tendría mejor aspecto que el que ahora presenta.
Con un bote de tachuelas alrededor, vaqueta en la mesa de trabajo, trucha en la piedra de amolar y martillo golpeador en la mano, todo escenificado por El Chueco Maravillas, se inician las labores en la talabartería El Espejo. Llega Tiradito. Saluda apresuradamente y pregunta:
—¿Quihubo Chueco? ¿Qué pasó anoche? ¿Lo viste? ¿Qué te dijo de mí? ¿Me mandó saludos? ¿Se acordó de mí? ¿Le gustaron los camotes?...
—Uy cabrón, ni que te respondiera como ametralladora, pero ya está hecho el asunto...
—Nombre.
—Sila.
—¿De verás?
—Yo nunca te engaño...
—Ya sé, ya sé. ¿Adónde levanto la pata?
—Ah chingado, tan avorazados ni me gustan...
—Dime cómo pues, pa´que se me quite.
—Mira y oye mejor. El Diablo estuvo anoche muy contento con los camotes que le llevé. Me contó toda su vida. Desde cómo Jehová le echó del cielo. Francamente hay que compadecer al Diablo, porque él no tuvo la culpa de haberse ido al infierno; la verdad es que hubo una vieja de por medio y el más consentido de Dios, ganó... eso me dijo él, ve tú a saber si es cierto, pero como me lo dijo con lágrimas en los ojos, pues yo creo que no me hecho mentiras. Y pude ser cierto, porque le dí una copa de mezcal de ese de Toribio, el que bebe el Chancarro en casi exclusiva, pues ese mezcal hace hablar hasta a un mudo. Pero como te decía, el Diablo se sinceró conmigo anoche y duramos platicando hasta cerca de las doce de la noche...
—¡Hasta las doce, Chueco, hasta las doce?
—Sí hombre, sí; si estaba con él, no había por qué tener miedo a esa hora. El trabaja hasta las doce y se va solo; casi siempre desaparece cuando pretexta que va a orinar y no vuelve... Misteriosón que es.
—¿Y después qué pasó? ¿Qué te dijo?
—Me dijo: Tiradito se ha portado bien, Chueco; tenemos que recompensarlo. Dale esta receta de mi parte, nada más que la tiene que cumplir en todos sus aspectos, cualquier ingrediente que no añadas en razón de lo que yo ordene, lo hará fallar. Y seguirás de pobre, para siempre.
—Dime, dime...
—No vayas a fallar en nada, pero en nada.
—Palabras que no, Chueco. ¿Adónde desentierro el dinero? ¿O me lo va a dar en talegas?
—Qué talegas ni qué la tiznada. El Diablo ha querido ser más original contigo. También fue así para reconfirmar tu honestidad de amigo. Primero te compras un veliz de cuero, como para meter alhajas, no muy grande, no muy chico. En día de luna llena, espías a uno, dos o tres borrachos. Que te dé el “norte” Pachecquín, allá por El Túnel.
—¿Tres borrachos?
—O cuatro si no te ajusta. Pero no me interrumpas: después de localizar a los borrachos, haz todo lo posible por convencerlos para que te den lo que tiran...
—¿Lo que tiran?
—Sí hombre, sí. Tendrán que ir al excusado, siempre va uno al excusado cuando andamos curándonos la cruda, ¿no?
—¿Les pido la caca?
—Sí. Que te la regalen. No vayas a pagarles...
—¿Y qué hago yo con esa porquería?
—La echas al veliz.
—¿La echo al veliz?
—Sí. Y lo cierras bien, muy bien. A la semana, por orden del Diablo, por deseo del Diablo, eso se te volverá, se te convertirá en un kilo de oro...
—UN KILO DE ORO, gritó Tiradito, emocionado...
—Silencio idiota, silencio. Te van a oír.
—Pero Chueco es que con ese kilo de oro, me vuelvo dueño de la talabartería...
—Ya deja ese entusiasmo y no olvides los detalles. Lo que vas a meter dentro del veliz tiene que ser de hombre-crudo, si es de persona cuerda, no sirve, no se te convierte en oro. Necesitas el brillo de la luna llena, por que es amarillo, ¿me entiendes? Y además: no te separes en los siete días del veliz, así duermas, comas y trabajes, te bañes o vayas a desaguar. A ninguna parte podrás ir sin el veliz los siete días. ¿Entendido?
—Entendido. No me separaré nada. ¿Adónde me venderán un veliz barato?
—Con Nicho el Barrillero, ya te está esperando...
Es el quinto día de traer el veliz repleto de oro en potencia, es el quinto día de soportar algo que no huele a ámbar precisamente, y Tiradito recuerda las palabras de don Quijote, no sin darle la razón al manchego caballero. El veliz wue no abandonam es ya parte de su personalidad. El Chueco Maravillas impotente para digerir él solo la broma, la ha participado a los demás. Chimán, Cotino, El Cruz, Corrochas, todos se ríen entre dientes, se voltean a la pared para ocultar sus burlas. Corrochas, ya apostó tres mulas de mezcal a que no llegan al séptimo día. El hedor, insoportable, lo ayuda a confiar en que así será. Chimán, asegura que no aguantará siete días, sino siete semanas si es necesario. “Este tonto es bravo, ya lo verán”, ha dicho.
Al sexto día tronó el cuete.
Tirado El Mayor percibió la peste, descubrió el veliz que arranco de las manos, después de un enorme pleito, con su hermano menor. Tres patadas en el trasero y el cese, de pilón, se llevó El Chueco Maravillas como recompensa a su ingrata labor.
Chimán pagó las tres mulas de mezcal. Las bebieron todos juntos anca Toribio, servidas por El Chancarro, famoso coime, vendedor de billetes de lotería y bebedor de alto octanaje.
—Y siempre estás trabajando con Contreras?
—Sí. Luego me dio chamba de huarachero. Fácil.
—Eres un cabrón, Chueco, muy cabrón.
—Mira Corrochas, tú también eres arriero...
—Sí, pero no a tal grado.
—Ni creas que fue tanto. Además no quedé mal con nadie. No me falló lo del Diablo y Tiradito sigue tan amigo...
—¿Cómo? ¿Sigues de amigo de Tiradito?
—Claro. Claro que sí. Ya me confesó que de todas maneras habría fallado lo del kilo de oro, puesto que lo que puso adentro del veliz, no fue de crudo. Nadie de sus amigos se emborrachó cuando hubo luna llena...
VOCABULARIO:
Anca: Con o de.
Mula de mezcal: Cuarto de litro de mezcal.
Chingona: Juego de billar a base de selección de números en las bolas de juego y bolas numeradas que también se seleccionan, éstas últimas de cuero.
Ruido de uña: Cacahuates.
Ranquera: Pobreza, en óptimo grado.
Piojillo: Ranquera, nada más que colectivamente aplicado.
Tamales barbones: Tamales de masa con camarones cocidos, enteros, saliendo las barbas del camarón fuera de las hojas.
La China: La más famosa tamalera de barbones del Noroeste de México. No tiene ningún parentesco con Fidel Castro.
Pipitorias: Cacahuates pelados y dorados con piloncillo.













Surrapas Wright
—¿Ya compraste los petates?
—Ya.
—¿Con don Fernando?
—Sí.
—Ese don Fernando siempre vende buenos petates.
—¿...?
—¿No te los dio caros?
—Dos pesos, todos.
—Aunque sean de envoltura, son buenos. Ya verás.
—¿...?
—En lo más alto de la higuera, bajo el tercer brazo, te limpié todos los lados de breñales. Ahí te paras y te acomodas para el despegue...
(El hombre, el hombrecillo, volteó hacia lo alto de la higuera y no dijo nada, rumiando ya su gloria y fama.)
—¿Pa´cuando?
—En la semana...
—Está bien.
“Tereso El Niño Rey, el que duerme en una cuna de dos metros, usa corona de latón y larga capa roja todos los domingos, que no se corta el pelo y lo trae como de mujer, platicaba, más menos, con el Surrapas. Se han hecho muy buenos amigos desde que le comunicó sus proyectos, sus fabulosos proyectos. Tereso, con sus afanes de llamarse El rey del Universo, ha correspondido a las ideas del Surrapas, y éste no ha vacilado en hacerlo socio compatible de su cerebro. Le ayudará en este cataclismo que piensan provocar, estremeciendo la noción biológica del hombre y de los pájaros. Ya verán, ya verán...”
El pueblo está caliente, reverberan por la calle los calores. 36 grados a la sombra. Y apenas estamos en julio. Para agosto, marciano el que vende fresca agua de cebada terminará de venderla muy temprano. Luego, se beberá hasta cerveza verde que envasan en Mazatlán. Por allá, camina El templado, famoso policía que caderea mucho la pistola cuando camina. Lo respetan porque agarró a unos presos que se fugaron correteándolos a todo correr. Buenas patas que tiene El Templado. Una vez, cansó a un macho prieto en la Presa de don Leopoldo.
El Tecolote anda retando, agrito abierto, por la plazuela, al griego Chakiris para jugarse unas “vencidas”. Están empatados, a dos triunfos por bando. El Tecolote es el más famoso chofer de sitio del lugar. Don Manuel Araya lo aprecia mucho y se divierte con las penurias que pasa cuando tiene que comprar zapatos. En el pueblo no hay de su número. En Mazatlán se los encargan especiales hasta México.
Don Manuel Araya viejo chileno que aterrizó en 1900 en el pueblo, es querido en Escuinapa por su seriedad y la virulenta cachaza que exhibe al jugar a la carambola y al ajedrez, por sus picarescos dichos y porque tiene una honestidad a prueba de fuego. Viejo célebre, tótem de mucha gente, a la buena, a pura bondad. Y ahí está don Manuel despachando en su botica las sabias recetas que alivian casos nimios y casos graves.
Llega, poco a poco, la clientela habitual. Osako va a jugar a las damas chinas. Y viene la plática de cajón:
—Fíjate Osako, dice don Manuel, que El Surrapas me comunicó un proyectote que trae entre manos.
—¿A poco?
—Cuando anduvo de minero, buscando oro hasta en la sal, me llegó con una piedra amarilla. El decía que era oro puro, y yo no lo contradije...
Osako río y echó una mirada maligna sobre sus lentes.
—¿Y...?
—Yo le pregunté: “¿Y qué harás con tanto oro?” Me contestó, mirada lateral, ojos entornados: “Don Manuel, me voy a mandar hacer una carretera hasta Mazatlán, de puro hule...”
—¿Qué, qué? ¿De hule puro?... En la madre... (Don Manuel le ha tragado tres piezas en una sola jugada.)
—Ya me jodiste, manuel, ya me jodiste. Pero dime cómo está esto de que va a mandar hacer una carretera de puro hule, este Surrapas.
—Sí, de hule puro, Osako. Dice que para que los carros no gasten llantas...
Una carreta se estaciona, rayando los caballos que espumean por el hocico, con el Dr. Torres. Traen al Surrapas con el rostro desencajado, y dando gritos de desesperación lo acompaña Tereso El Niño Rey. Les prestó la carreta El Lázaro Contreras, inmortal pilero de la región, que no tiene paralelo en curtir cueros de vaca y de puerco.
—Doctor, sálvelo, sálvelo...
Hay un viejerío esperando turno para ver al doctor, se amotinan en la puerta del consultorio y obligan, por el escándalo, a que el cirujano salga alarmado, también.
—¿Qué pasa aquí, qué pasa?
—Doctor: El Surrapas viene herido, muy herido...
—Sale el doctor con pasos ligeros a la calle y ya están bajando de la carreta al Surrapas que trae una vestimenta harto rara: de sus cortos brazos, penden tiras de petate que quieren ser alas. Todo el cuerpo, hasta el cuello está también cubierto de petate y en la cabeza remata un cucurucho largo, de vaqueta.
—¿Qué hizo El Surrapas, Tereso? Pregunta el doctor con la risa a punto de explotarle.
—Quería volar quería volar, doctor. Se tiró de la higuera de la presa, la que yo cuido, Despegó muy bien, doctor, dio tres o cuatro aletazos con estilo de pájaro kelele y luego se vino abajo, en picada, y cayó sobre las vigas del potrero... Le dije que no se aventara de ahí, que era muy alto, pero me decía que entonces ni iba a agarrar “viada” y que no lo iban a ver en Escuinapa. El quería que lo vieran, pa´que supieran que “se las trae”, doctor. Pero cúrelo orita, cúrelo, pa´que no se nos muera...
(El diagnóstico médico fue el siguiente: “Mr. Surrapas (Wright) fue atendido por el suscrito, con indumentaria que trajo al consultorio, de pájaro-hombre, provisto de la cual se tiró de una frondosa higuera, a velocidad —según dice él mismo— de tres nudos por hora, cayendo en infructuoso descenso, y habiéndose causado lesiones consistentes en tres costillas hundidas, fractura del maxilar derecho y raspones a lo largo de toda la espalda. Tardará en sanar tres meses. Fue enyesado y dotado de camisa de fuerza: J. Torres”.)
NOTA DEL CUENTISTA
Mr. Surrapas tardó no tres meses en sanar, sino cuatro. Su orgullo maltrecho, apaleado, lo obligó casi a no salir de día por el pueblo. Como la Presa, lugar donde gobierna Tereso El Niño Rey, está en las orillas del lugar, delante de las mojoneras, no ha sido problema duro para él tener una convalecencia descansada del fracaso moral aéreo.
Seis meses después de este incidente, El Surrapas tomó de nuevo los arreos volátiles, con una ligera modificación: una pequeña cola de vaqueta atrás de los dos tobillos, que le serviría para el mejor control de “La nave”...
Tereso El Niño Rey , informó que el error primero se debió al mal fuselaje...
Pero ese mal fuselaje, según parece, siguió existiendo, pues el Sr. Wright sufrió un nuevo y aparatosísimo descenso motivado por esa pésima ley de gravedad legada a la humanidad por Dios.
Más la inteligencia, (otro legado de Dios al hombre) hizo acto de presencia (demostrando la veracidad de ese viejo refrán de que no hay borracho ni loco que trague lumbre) en El Surrapas. Ahora no usó para despegue la frondosa higuera que está en la Presa, sino que se tiró sobre la Presa, despegando de un alto limón, (La Presa es un depósito de agua que sirve para irrigar los sembradíos de chile ancho que tiene don Leopoldo.)
El estrambótico equipo, sólo provoco impedimento de natación al Surrapas y aunque lo rescataron vivo, ya había ingerido varios litros de agua y algunas sanguijuelas se le habían pegado en los talones de los pies.
Estos lamentables desastres convencieron a nuestro héroe de convertirse en minero.
Una excelente mina de rábanos y betabeles, lo ha incorporado a la decadente vida burguesa.










Andrés Hidalgo
—“Ya vendrá el cura Hidalgo, maldito, ya vendrá...”
Una lluvia de latigazos desmayó a Andrés. Cortó en seco la amenaza, la sangre corría fresca, caliente, desde sus omóplatos. La carne morena, maltratada por siglos, segía padeciendo.
El español, el de los ojos verdes, traicioneros, se reía y se mofaba de Andrés:
—“Que venga tu cura Hidalgo, idiota, indio idiota. Tendrán que procurarte una pala y un pico pa´desenterrarlo... Los latigazos siguieron cayendo , a puños, sobre el cuerpo flojo, invertebrado, sin noción de dolor.
Lo dejó ahí tirado. Las botas del español, de tacón cubano, resonaron al alejarse, sobre la plazuelita de ladrillo que había construido intencionalmente para golpear a sus indios coras. Para azotarlos por sus borracheras o porque se le rebelaban ante el miserable plato de frijoles y tortillas de olote que les daba de comida.

Andrés estuvo inconsciente varías horas, dos tres, ¡qué importa el tiempo en esos trances! Quizás en esa inconsciencia era más feliz que en vida. O tal vez, así medio muerto, estaba más cerca del Diablo y hasta tendría oportunidad de celebrar un pacto con él para librarse del patilludo de don Rafáil, el zarco, el estuprador de indias y de toda nagua de la región.
Despertó en la noche madura. La luna pespunteaba detrás de los cerros y aluzaba poquito, como una vela sobre los cuatro extremos de un difunto. Una sola vela. Y sintió en su espalda un dolor duro, con desesperación de parto, y los dientes de la sal que le había regado el gachupín sobre las heridas lo roían, lo devoraban.
Se incorporó hasta ponerse a gatas. Permaneció un rato a gatas. Como queriendo presentarse a sí mismo al dolor. Pretendía trabar amistad con ese dolor de nueva cuenta. Ya eran amigos. Pero él, Andrés, quería perder esa amistad para siempre. No le convenía. No quería seguir viéndola ni sintiéndola, pero don Rafáil se la traía de la mano cada vez que la rebeldía asomaba a sus ojos. Y odiaba mil veces, un millón de veces, al Zarco. Y éste no pocas ocasiones sintió miedo por los ojos de fiera de Andrés, atizados por la injusticia, la vejación y la historia. La maldita historia. Y las malditas tres carabelas. Y la Malinche. Y todos esos hijos de la tiznada...
—“Orita me voy con la Lupe. Me pondrá unas yerbas pa´curarme...”
Se levantó despacio. Muy despacio. No fuera a ser que la carne se le moviera un milímetro. Y esa maldita sal, entonces, se iba aprovechar...
Se sacó el pañuelo colorado, rojosangre, de entre su calzón de manta. Ese mismo trapo colorado que le regaló La Chona cuando se la llevó a las milpas. Allí debajo del huizache se le arrejuntó al pecho y le dijo que lo quería muncho y que nunca lo iba olvidar... Maldita y franjolina la desgraciada, franjolina...
La condenada Chona se le fue al mes. Se largó con otro. Le dijeron que fue un matón de las minas de Zacatecas el que se la llevó. Ni el polvo les vio cuando se largaron. Pero le dejó el pañuelo que a veces huele a jabón y zacate y otras a fétido sudor. El pañuelo de la Chona.
Ahora lo mordía con sus fuertes dientes. La sal lo estaba picoteando como los zopilotes a los animales muertos. Nomás se tragaba los pujidos y se callaba su carne.
Caminó río abajo. Al jacal. Ahí estaba la Lupe esperándolo. Sola y triste, con la tristeza de los cerros pelones de los alrededores. Sus mejillas muertas; dos barrancas colgaban de ojeras debajo de sus ojos negros, pequeños, de capulín fruncido. Su cuerpo flaco, esmirriado, preñado de hambre. Con el hambre sempiterna de los mexicanos.
—“Te pegó el patrón otra vez, Andrés...”
—“Sí otra vez, pero me las va a pagar, Lupe. ¡Me las va a pagar!”
—“Entra pa´curarte. Con bolas de matarratón lueguito de alivias.”
Pasaron en silencio los dos por la puerta.
Y la luna se trepó a los cerros. Y ahora sí iluminaba. Sí aluzaba. Ya no parecía una vela. Era un farol. Un brillante farol.

Andrés se curó con el matarratón. Las flacas manos de la Lupe siempre hacían milagros. ¡Qué haría Andrés sin la Lupe!
Era mucho mejor que La Chona. Más mujer, aunque no le pudiera dar hijos, total qué importaba, si Dios no da completa la milpa, nunca le dan a uno lo que pide. Al contrario, se lo quitan...
Y además hijos de los dos, ¿pa´que los golpiara don Rafáil? Eso nunca, mejor que no, Ya había mucho lomo con el lomo de Andrés. Estaba toditito lleno de costras de su sangre. Y si alguna vez tenía un hijo, con otra vieja que no fuera la Lupe si ésta se moría, y le pegaban a ese hijo de sus riñones y de su hambre, tal vez matarpia. Mataría a machetazos, hasta hacer picadillo, al que nomás le tocara malamente el pelo a su muchacho.
Más ¿cuál muchacho? Orita no tenía a naidén. A naidén. ¡Qué chingados...!
Pero nomás que venga el cura Hidalgo, quién sabe...
Ese sí los va hacer atole blanco a todos esos gachupines desgraciados, robacasas y zarzos; se les llegará su hora. Se le llegará...

Andrés tenía una loca obsesión y admiración por Hidalgo. En su gigantesca, increíble ignorancia, no sabía que a Hidalgo lo habían asesinado ya muchos años. Que le cortaron la cabeza y que lo excomulgó el Santo Oficio.
Y era que en la casa, en el miserable jacal de su tío Ramón, el que luchó al lado del cura armado de un brazo de roble que quería ser estaca; tío viejo, cegatón y desmemoriado, que no murió en la refriega por milagro de la Virgen del Zapote, se acordaban todavía, de Hidalgo todos los días. El viejo Ramón profetizaba que Hidalgo iba a venir un día a visitarlos. Que él lo había visto cuando gritó en Dolores: “Vamos a matar gachupines y que viva México”, al tiempo que ondeaba un trapo pintado con la Virgen de Guadalupe.
Por eso Andrés creía que vivía Hidalgo —¡cómo dejar de creerle al tío Ramón— aunque ya varias veces le habían dicho que estaba tan muerto como el abuelo Melitón. Y lo creía con la fe más terrible: la de la ignorancia.
El viejo Ramón tampoco supo cuándo mataron a Hidalgo, ni cuándo concluyó, aparentemente, la Guerra de Independencia. De eso hacía ya casi 40 años. Y las aguas habían vuelto a su cauce. A su cauce normal.
Los que habían muerto en la Guerra de Independencia podrían desenterrarse de nueva cuenta. Por que ya eran necesarios otra vez.
Lo que empezó Hidalgo no lo habían terminado quiénes le sucedieron, porque los bisoños ante tanta muerte se olvidaron de la liberación de todos y retornaron a los arcaicos moldes de la sumisión y del conformismo. Otra vez el blanco, el extranjero patilludo, barbaján, estaba cuereándolos. Y los robaban y mataban de hambre como en 1810.
Por eso el zarco, don Rafáil, era quién disfrutaba de lo que robaba a los indios. Para eso se había apoderado de la Hacienda del Cocuistle de su padre Iván Garay. La grandota hacienda dónde su mujer, arrugada por la neurastenia tocaba el piano por las tardes y por los sábados. Sólo por los sábados.
Los indios escuchaban desde sus jacales. Escuchaban sin comprender de qué instrumento provenía la música. T además les era difícil imaginarlo. Ellos tenían y traían de por vida, un leopardo en ayunas enjaulado en el estómago. El piano era confundido muchas veces, con las ruedas del molino que jalaban las mulas y de vez en cuando los indios, que eran mejor pa´jalar que las propias mulas.
—“Hidalgo ¿dónde estás? ¿Por qué no has venido?

Caminaba Andrés por las veredas que pisaban las hormigas y los indios. Veredas igualitas a las culebras: reptantes y sinuosas y que al final también tienen su cascabel: todas las veredas dan a la casa de don Rafáil...
Trabajó de aurora a ocaso con la febrilidad en la labor que dan los estados inconscientes de los hombres cuando maquinan el futuro mal.
Su frente, muchas veces en el día, bajo el chicharrero sol, unió sus dos cejas en una. A Andrés le había llegado dentro, muy dentro, ahí donde sangran las llagas sin que haya medicina capaz de curar más que el desquite y la venganza, la última latiguiza del zarco. Y sus ausencias de la vida terrena para convertirse en un introvertido que desea alejarse temporalmente para volver mejorado o empeorado, lo sumían en la impotencia.
¿Qué podría hacer él para vengarse? Don Rafáil era poderoso. Los casi cuatrocientos coras a su servicio, lo veneraban a puro miedo. Nadie quería rebelarse. Los que lo habían hecho, muertos estaban. Pero Andrés tenía la vida reflejada como muerte. Consecuencia de su cruce de razas.
Era hijo de un blanco y una india cora. India de sinuoso cuerpo y cara triste como la Sierra Madre, que se llevó Garay el padre de don Rafáil a una ceiba y ahí le prendió, como quien prende un alfiler entre la ropa, a Andrés.
El muchacho heredó la piel de su madre y el alma dejó de ser barbajana y atropellante. En la cópula se habían purificado muchos siglos. Muchos.

Regresó por la noche al jacal. La lUpe estaba esperándole con unas bolas de matarratón nuevecitas. Pa´la última cura.
Después cenó unos puños de frijoles bien cocidos y mordió, apenas mordió, dos tortillas calientitas. Salió sin decirle nada a la Lupe. Se perdió en la noche que ahora no tenía luna.
Por el principio del anochecer se vio que la novia del sol tenía catarro, aquello estaba obscuro. Muy obscuro. No se veía el perfil del Cerro del Muerto. Y estaba por caerse un aguacero que iba acabar con las salinas enfrente de La Muralla. Los salineros se iban a fregar. Lo quería Dios. No había que protestar, más valía callarse.
Andrés no se dio cuenta.
Su salida la estaba esperando el Rafáil. El viejo espalo convertido en santa Inquisición por su cuenta, riesgo y fruto.
Andrés regresó ya noche. Había hablado con varios coras que se negaron con el miedo de las gallinas por el coyote en sus ojos. Habría que esperar a que se animaran. Mientras a seguir aguantando los latigazos y la sal de cuajo.
Entró al jacal y se enteró de todo.
Ahí estaba la Lupe con el cráneo abierto. Sus faldas desgarradas, los ojos abiertos, un seno sin ropa y todo revuelto. Se había defendido hasta lo último, con la mano de metate, sus pies, sus manos, su aliento.
Todo inútil. Al no lograr el Rafáil el español, lo que quería, pa´civilizar más a Andrés, la había matado dándole con la culata de la escopeta en el cráneo. El débil cráneo de la Lupe reblandecido por el hambre, el hambre con la que morían todos los días; el hambre con la que se acostaban todas las noches. El hambre que también hubiera sido de sus hijos si los hubieran tenido.
Esa era la forma de civilizar del Rafáil, el español., el Zarco.
Andrés no sabía llorar. Nunca había llorado. Pa´qué chingados... las lágrimas eran lo único que tenía y derramarlas por esto, por esto...
Sin embargo, no pudo detener el llanto. Lloró quedito, muy quedito. Bajó por sus mejillas una lágrima, dos, tres a hurtadillas, despacito como a veces baja la muerte.
Se inclinó y levantó a la Lupe cual si fuera un tercio de leña. La llevó fuera del jacal y caminó río abajo. Hasta el huizache dónde se le acurrucó La Chona. Hasta ahí llevó a a Lupe en sus brazos.
Regresó por el machete y abrió un pozo muy profundo. No le cubrió el rostro con nada, más que con la tierra negra, caliente, que había escarbado. Reposó la Lupe. Ambos reposaban, por primera vez en una noche.
El aguacero se dejó caer. Baño los lomos de Andrés hasta hartarse. Y el agua y el llanto de aquel indio ya civilizado, tomaron el mismo arroyo; corriente de dos aguas fundidas en una sola.

Esperó a que estuvieran solos, solitos don Rafáil y su vieja. Los esperó con el machete en la mano.
Estaban los dos ebrios, conscientes de su ebriedad e inconscientes del mundo. Era la costumbre. El tedio de la hacienda en el verano aumentaba y qué mejor que soportarlo embriagándose.
La mujer estéril para olvidar lo acedo de sus entrañas. El zarco pa´olvidarse de la Lupe y de Andrés y de los demás indios coras que trabajaban pa´su bolsillo y su gusto.
Bebieron hasta casi el amanecer. Riendo con estruendosas carcajadas los dos. Engañándose y sabiéndose engañados. Estúpidos hasta el colmo. La estupidez que da el remordido inconsciente y el dinero. El dinero. El maldito dinero del que habían oído hablar en las cárceles de España.
Sucumbió primero la mujer. Al quedar tirada, botella en mano al lado de la poltrona de cuero, su rostro adquirió juventud y fue menos viejo. El Rafáil siguió bebiendo, bebiendo...
Llegó un momento en que escuchó, primero lejos, después cerca, el rechinar de los huaraches de alguien. Conocía los rechinidos. Era algún maldito indio. Andrés, Andrés...
Sí, ahí estaba enfrentito de él, machete al cinto. Con los ojos más siniestros que los de un gatillo. Venía a cobrar cuentas, no cabía duda.
Se las debía El Zarco. El zarco iba a pagarlas todas juntas. Toditas.
—¿Qué quieres, indio pendejo? ¿Qué te devuelva a tu vieja? Está como el cura Hidalgo: bien muerta, bien muerta, idiota...
Intentó ganar el umbral de la entrada a la sala de la casa. Andrés sólo caminó aprisa y le ganó el paso. Abrió sus brazos, deteniendo en una mano el machete y no habló. Se mantuvo ahí, tapando la puerta. Dejando que el miedo se apoderara del Rafáil, dejando que obrara primero la mente, que se fermentara el pánico...
Andrés al tapar la puerta con su cuerpo y brazos abiertos, pudo mirar de soslayo que un látigo estaba de trofeo en la sala. No era el mismo látigo con que lo habían azotado. Era otro, nuevecito, sin uso. Y al verlo, mientras esperaba que el Zarco se acobardara, su mente trabajó, trabajó despacio. Como rumian las vacas el pasto. Cuatro o cinco veces. Había tiempo.
—Te voy hacer pedazos, indio bruto. Deja nomás que se me baje esta borrachera y tú vas a hacerle compañía a tu india flaca y renegrida...
No contestó Andrés. Los insultos eran poco ante la muerte de la Lupe. La muerte era lo que valía en esos instantes. Estaba jugando con los dos. Andrés tenía la ventaja de saberlo.
Intentó el gachupín correr hacia el patio y pedir ayuda. Pero su orgullo se lo impidió. El no necesitaba ayuda de nadie para defenderse de un indio.
Andrés no le dio tiempo a otra cosa. Cayó sobre él y tendió el machete acostado, sobre la espalda de don Rafáil. El sonar de la piel y el acero hacía un estruendo ridículo: parecía estarse cuereando el lomo de una vaca o de un cerdo.
Jadeaba Andrés cuando dejó inconsciente al Zarco. El Rafáil aguantó en silencio los primeros golpes del acero, después se fue doblando como las varas de malines ante el viento de las marismas: poquito a poquito, levantándose con el vaivén de los golpes después de descargados, pero volviendo a caer cuando el machete hacía de nuevo contacto con su piel.
Andrés lo arrastró y lo metió a la sala. Afuera quedaba la mujer borracha y soñadora. En su rostro había una sonrisa; quizá soñaba en que tendría un hijo pronto o que quizá la cosecha de maíz y cebada les iba a dar mucho dinero. Y que los indios se morirían de hambre.
Andrés había recobrado la calma. Lentamente levantó al Zarco y lo deposito sobre el piano que tocaba los sábados por la tarde la mujer borracha. Desprendió el látigo adorno de la sala. De las cortinas hizo pedazos para usarlos de ataduras y de cada pata del piano amarró pies y manos del Rafáil. Le desgarró toda la camisa de un tirón y procedió a comenzar su faena.
El látigo casi llegó al techo de la casa cuando lo hizo tronar silbador, y descendió rápido, con fuerza demoníaca sobre las espaldas del gachupín.
¿Fueron cien latigazos? ¿Mil? La injusticia vengada por los hombres no tiene aritmética. Ni límites, ni fronteras. Es tal cual su nombre.
Todos los indios lo vieron salir de la casa. Abrió un zurco entre la bola apiñada alrededor de la hacienda.
No era difícil pensar que había reencarnado algo o alguien en Andrés. Ninguno de aquellos indios, más famélicos que sus perros, no pudieron dejar de sentir miedo ante el rostro de Andrés.
El rostro de todos los hombres esclavos había tomado expresiones contundentes en la cara de Andrés. Su cuerpo era más fuerte que nunca.
Los tendones de sus músculos estaban haciendo acto de presencia desde los hombros hasta los pies. Sus huaraches gruesos de suela, grandotes, adquirían personalidad al principio de los tobillos.
Y sin embargo, había tristeza en el corazón de aquél hombre.
Los hombres dejamos de vivir cuando no tenemos motivos que justifiquen la existencia.
Y Andrés ya no tenía motivos para vivir después de aquello.
Primero lo alimentó el brío amoroso de la Chona; después la Lupe con su abnegación y sus ojos adornados por barrancas. Ahora, había abrevado el agua de la venganza, Nada quedaba por hacer.
Por eso cuando lo prendieron bajo la acusación perruna del gachupín y su mujer, no opuso resistencia.
Lo fusilaron sin oponerse nadie. Los rebeldes no deben vivir.
La historia dice que es difícil seguir las huellas de los hombres después de haberse borrado. Y qué no pueden seguirse a pesar de que el ambiente esté impregnado de aquél que pasó por nuevos caminos.
Pero a pesar de la historia, Hidalgo y Andrés caminaron juntos. Debajo del mismo aliento, del mismo impulso.
El tío Ramón le llevó una cruz a la tumba de tierra.
Una cruz hecha de guázima y crucecilla. Letras grabadas a punta de cuchillo pronuncian un nombre: ANDRÉS HIDALGO.

GRAFOLIA
Noviembre de 2005